Tribuna Campeche

Diario Independiente

De política… y cosas peores | Infame magnate

Catón

Preguntó mi señora (dueña y señora): “¿Qué está haciendo tu abuelito?”. Respondió mi nieta de 6 años: “Está viendo una película de rancheritos”. ¿Rancheritos? ¡Santo Dios! ¡Eso era como decir que La Ilíada es una novela de soldaditos! Estaba yo viendo “Shane”, una de las mejores películas de ese clásico género, el último género clásico de Hollywood, el western. Pues bien: anoche vi una de las peores. En mi cineteca particular hay de todo, como en farmacia. (“No digas ‘botica’ —me aconsejaba la amada eterna—, porque te sacan la edad”). Ese pésimo film se llama “The Horse Soldiers”. Lo protagonizan dos grandes de las películas del Oeste, John Wayne y William Holden, y la dirige su más renombrado director, John Ford, que en ese bodrio se olvidó de su renombre. Decía Cervantes que no hay libro, por malo que sea, que no tenga algo bueno. Lo mismo sucede con las películas: aun en la más mala —alguna de Ed Wood o Juan Orol— será posible hallar algo rescatable. Lo que se debe mencionar en “The Horse Soldiers” es la actuación de Althea Gibson. Lejos estaba ella de ser actriz de cine: era extraordinaria deportista, la primera mujer afroamericana que rompió la barrera del color en el tenis y en el golf. Fue campeona en Wimbledon, en el Abierto de Estados Unidos y de Australia, y destacó también como golfista. La extraña incursión suya en el cine se debió a que John Ford quiso aprovechar su popularidad y le ofreció en aquella película un papel de criada de una dama sureña, obviamente blanca y rica. Se topó con la resistencia de la digna Althea. En primer lugar se negó a hablar con el tono estereotipado que en las películas debía usar por fuerza la gente de color, y luego exigió que se cambiara el guion para aparecer más como amiga de la dama que como su sirvienta. Estas remembranzas de una de mis aficiones favoritas, el cine —Dios nos hizo, pero Hollywood nos rehizo—, vienen a cuento por una espada de Damocles —el Padre Errandonea, traductor de los clásicos griegos, escribe “Dámocles”— que pende no sólo sobre nosotros los mexicanos, sino sobre todo el mundo. Tal amenaza se llama Donald Trump. Los republicanos han adoptado el estereotipo que de los migrantes de México ha difundido el infame magnate, que los ha descrito como violadores y asesinos. Esa estúpida xenofobia, racista y discriminatoria, la han hecho suya los electores de ese partido, quienes al admitir nuevamente a Trump en la contienda por la postulación presidencial atentan contra los principios democráticos y los valores en los cuales se ha fincado la grandeza de los Estados Unidos. Es indiscutible que el antiguo ocupante de la Casa Blanca, uno de los peores presidentes que en su historia ha tenido la Nación del norte, es un delincuente tanto en lo privado como en lo público. Si se ha salvado de ir a la cárcel es únicamente por las argucias legaloides que el dinero compra. Lo peor de todo es que ese individuo, al mismo tiempo estúpido y perverso, tiene posibilidades no sólo de obtener la candidatura republicana, sino también de ganar nuevamente la elección presidencial. Sucede que es un hombre en Technicolor, quiero decir con personalidad y magnetismo, en tanto que Biden es un político gris, sin rasgos que lo hagan destacar, opaco. Si los marcianos vinieran y lo raptaran muy poca gente notaría su desaparición. Otra vez se alza frente a nosotros la amenaza de aquel simiesco barbaján, Trump. Vuelve el Covid con la virulencia que tuvo en los primero tiempos. Y aquí en México el cacique de la 4T se dispone a llevar adelante sus aberrantes planes. No cabe duda: estamos ligeramente jodidísimos. FIN.

Mirador

Armando Fuentes Aguirre

Cuando me dicen que soy líder de opinión —influencer es el término de moda— un repeluzno me baja por la espina desde las vértebras cervicales hasta las coccígeas, si tal es su nombre en el Testut o la Anatomía de Gray.
Sucede que, como dijo el poeta jerezano, “Yo sólo soy un hombre débil, un espontáneo / que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo”. Escribo por la misma razón por la que respiro, por necesidad vital, pero lo hago sin pretensión alguna. Claro, procuro hacer bien mi tarea. Si no escribo para la posteridad tampoco quiero hacerlo para la parte posterior. No soy un artista, sino un artesano cuyo único mérito es escribir cuatro artículos diarios, los 365 días del año, con una sola excepción: cuando es año bisiesto —como éste—, porque entonces son 366. Y eso lo he hecho desde hace más de medio siglo, sin haber fallado un solo día. Doy gracias al Misterio —unos le llaman Vida; otros le dicen Dios— que en sus manos tiene a todas las criaturas.
Digo todo eso para dar también las gracias a los numerosos lectores que me dieron a conocer el nombre del poema cuyos primeros versos puse aquí recientemente, y de su autor. Se llama “Calicot”, y es de Gutiérrez Nájera. Lo compruebo una vez más: quienes me leen saben mucho más que yo.
¡Hasta mañana!…

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