Carmen Morán Breña
Es libertino, grotesco incluso, mirar hoy con optimismo a Acapulco, llenos todavía los ojos de lágrimas, pero toda guerra tiene su reconstrucción. Acapulco ya no era la joya turística de la que hablan las crónicas. Fuera de esos hoteles donde uno se coloca la pulsera y elige si tomará las margaritas en la piscina de agua dulce o en la de agua salada, la antigua ciudad del glamur se había convertido en un estercolero donde rodaban cabezas, piernas desgajadas, muerte y soborno.
Las barcas turísticas en la bahía ofrecían pretéritos relatos entre villas semiabandonadas: allí está la casa donde vivió Cantinflas, aquel chalé era la residencia de Sylvester Stallone, en el helipuerto que se ve al fondo aterrizaba Frank Sinatra y arriba de esa colina, en el rosado Flamingos murió un atormentado Tarzán.
La costa seguía teniendo sus partes diamantinas, sí, pero en la ciudad había toque de queda, como en tantas partes de México, cuando se apagan las luces y gobierna el narco, que últimamente era a pleno sol. Militares en las playas incapaces de detener las balas, familias que no podían alquilar su vivienda porque los cuervos acechan a la espera de la mordida que no les corresponde. Acapulco estaba en guerra. Y entonces llegó el huracán.
La desolación primera, para la que sobran metáforas bíblicas, tiene que encontrar un nuevo camino. Muchos se cuestionan hoy dónde acabará el dinero de su solidaridad con los afectados. Lo mismo cabe preguntarse del futuro. Ahora que no hay nada que repartirse, nada que el crimen pueda rapiñar, se pueden levantar nuevos cimientos socioeconómicos más saludables.
¿Podrá una reconstrucción ordenada fundar otro Acapulco de sus cenizas, devolverle su esplendor? ¿Podrá pensarse en un destino donde la prostitución infantil no tenga lugar, donde las barcas más humildes puedan pasear a los capitalinos sin pagar narcoimpuestos, donde nuevas palmeras permitan una caminata nocturna segura? La loca naturaleza con su vendaval de guadaña ha puesto un punto y aparte. Se va a necesitar mucho dinero, una fortuna, ciertamente, primero para apagar el hambre y la sed, después para volver a empezar desde la nada.
Acapulco ha tocado fondo. Hay que darse impulso y sacar la cabeza. Emergerá de profundidades donde chicos que no alcanzan la mayoría de edad cuidan los yates de los señores cuando se aproxima la tormenta a cambio de unos tacos de carne, a merced de las olas salvajes. De abismos insalubres donde los pederastas se dan su festín de drogas y sexo abrevando en los barrios de pobreza extrema, que ahora se verá agravada, porque el huracán no ha hecho distingos entre la costa popular y la acomodada, pero la recuperación sí tendrá sus preferencias. Cuando llegue la calma, las embarcaciones turísticas tendrán una fecha para organizar sus relatos.
Dirán: en ese hotel de la costera se alojaban Periquito y Menganita cuando visitaban Acapulco; ahí estuvo la gran discoteca que desapareció bajo el aullido de Otis, allá había un legendario restaurante, todo desapareció por decreto natural entre la noche de un martes y la madrugada de un miércoles de octubre de 2023.
Acapulco tiene que rehacerse de nuevo, como las ciudades medievales cuando les alcanzaban el fuego y la peste. Primero hay que atender las lágrimas, después, volver a hablar en pasado desde un tiempo que debería ser mejor que el actual. Toda guerra tiene su reconstrucción: una segunda oportunidad. (El País).
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