Catón
Don Chinguetas no tiene remedio. Muchos quebrantos de amor ha padecido, y sin embargo sigue buscando aventuras que las más de las veces acaban en desventuras. Debería poner en práctica el consejo que en la lengua de Alighieri se expresa en esta frase: Nella guerra d’amor vince chi fugge. Es cierto: muchas veces en las lides del amor gana el que se aleja de ellas. Cuán distinta habría sido la suerte de Sansón si se hubiera apartado a tiempo de Dalila. Un rapidito y vámonos, y habría conservado la greña, la vista y al final la vida. Claro, no tendríamos la ópera de Saint-Saëns, con su preciosa aria Mon coeur s’ouvre à ta voix, que tan bellamente cantaba Grace Bumbry, pero tampoco habrían muerto tantos filisteos cuando a Sansón le volvió a crecer el pelo, con lo que recobró su fuerza y pudo derribar las columnas que sostenían el techo del salón donde sus enemigos se encontraban. Advierto con alarma, sin embargo, que otra vez divago, ejercicio en el cual tengo lo que antes se conocía como “experiencia” y que ahora se llama “expertise”. A lo que voy es a decir que doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, regresó de un viaje antes de lo esperado, y al llegar a la casa sorprendió al casquivano señor refocilándose en el lecho conyugal con una mujer que, obvio es decirlo, no era ella, pero a la que conocía de sobra. Le reclamó furiosa a su desleal consorte: “¡Canalla! ¡Infame! ¡Descastado! ¡Ruin!! ¡Y con mi mejor amiga!”. ¡Ah! —replicó Chinguetas en tono de reproche—. ¡Ni siquiera me agradeces que no lo haga con la peor!”… En la noche de bodas el recién casado se extasió al ver por primera vez a su dulcinea sin el molesto estorbo de la ropa. Le dijo emocionado: “¿De quién son todas esas cosas lindas?”. Respondió la desposada: “Hayan sido de quien hayan sido, ahora son tuyas”… ¿Merece Felipe Carrillo Puerto estar junto a Francisco Villa y Emiliano Zapata? A juicio mío merece algo mejor: estar junto a Alma Reed. Cada vez que un hada buena o un buen hado me lleva a Mérida hago dos peregrinaciones obligadas: una al jueves de Santa Lucía, día y lugar en donde late el corazón de la trova yucateca y de todo el rico folclor y poesía de la tierra que Médiz Bolio llamó del faisán y del venado; la otra al cementerio donde duermen su otro sueño el apóstol de los ojos verdes y la peregrina de ojos claros y divinos. El legendario romance de ese hombre de vida apasionada y de la mujer que le entregó su amor quedó inmortalizado en la canción de Luis Rosado Vega y Ricardo Palmerín. Cito al poeta antes que al compositor porque en la canción tradicional de Yucatán se daba más importancia a la letra que a la música. Celebro de corazón que este 2024 haya sido declarado “Año de Felipe Carrillo Puerto” al cumplirse —ayer, por cierto— el centenario de la injusta muerte del prócer del Mayab. Todas las muertes son injustas, pero ésta lo fue más, por traicionera y alevosa. Así, a más de apóstol, Carrillo Puerto es considerado mártir. Hombre idealista, luchó en pro de los peones que en las haciendas henequeneras recibían trato de esclavos; combatió la discriminación de que era víctima la mujer; impulsó la causa de la educación en el Estado y redujo los privilegios de los poderosos. Por sobre todo eso, sin embargo, se le mira como un personaje romántico cuyo nombre está indisolublemente unido, por la magia y poder de una canción, al de su musa inspiradora. No quiero dejar pasar el año sin ir a Mérida a llevar sendos ramos de flores “de nectario perfumado” en tributo sentimental a Felipe Carrillo Puerto y Alma Reed, que tienen tumba pero jamás tendrán olvido. FIN.
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
San Virila regresó a su convento después de haber salido a buscar el pan para sus pobres.
En el camino se topó con el rey Cleto, que le pidió el milagro de hacer que el Sol se detuviera.
La reina Maslambrina le pidió el milagro de que sus arcas se llenaran de ropas finas y preciosas joyas.
El marqués Otte le pidió el milagro de que las aguas del río fluyeran cauce arriba.
El duque Sopanela le pidió el milagro de que sus olmos dieran peras.
El padre prior le preguntó a San Virila qué milagro había hecho ese día.
Respondió el frailecito:
—Hice el milagro de no hacer ningún milagro.
¡Hasta mañana!…
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