Luis Rubio
El mundo vive una era de animosidad y México no es la excepción. La estrategia presidencial de dividir y polarizar ha sido utilizada por líderes de todo el mundo durante estos tiempos convulsivos, como lo ilustran Trump, Narendra Modi en India, Bolsonaro en Brasil y Orban en Hungría.
Algunos líderes han sido más sutiles en sus maneras, menos estridentes, pero igualmente divisivos en sus estrategias, como lo fue Obama. La cuestión es que, durante la última década, la polarización se ha convertido en un instrumento para hacer política.
Todo en el espacio público mexicano —la Presidencia, el Congreso, la Corte Suprema y los procesos electorales— adquirió dimensiones calamitosas como si en cada voto, decisión o sentencia estuviera en juego el futuro del país. La pregunta que me parece pertinente es si, considerando la contienda electoral que se avecina, el país puede volver a un esquema de unidad, que no es lo mismo que unanimidad.
El punto de partida es que México no es un país homogéneo ni igualitario donde las diferencias sociales, económicas, políticas o económicas sean menores. De hecho, ha sucedido lo contrario: la sociedad mexicana ha evolucionado hacia una creciente diversidad que, por supuesto, no es nueva, porque desde hace mucho tiempo un mosaico caracteriza a los mexicanos, con las consiguientes diferencias, divisiones y perspectivas encontradas.
Si uno observa el mundo, es natural que exista heterogeneidad en todos los órdenes de la sociedad. Es decir, el desacuerdo sobre cuestiones que son fundamentales para el desarrollo y el futuro es inherente e inevitable en una sociedad libre. Por tanto, la cuestión de la posibilidad de lograr acuerdos sobre el futuro es relevante.
Pierre Manent* sostiene que en una sociedad libre y, por tanto, diversa, la unidad no significa pensar igual, sino actuar juntos.
Manent sugiere que las naciones cuentan con anclas comunes que las definen en términos de nacionalidad, historia y fundamentos culturales, todo lo cual implica que no se trata de enemigos a muerte, sino de personas que, simple y llanamente, piensan distintamente y que, así, la tarea política debe consistir en encontrar los espacios bajo los cuales todos puedan participar sin que eso implique coincidir en todo. Bajo esa premisa, un liderazgo efectivo procuraría unir esfuerzos en mayor medida que imponer una visión particular.
Lamentablemente, la política mexicana ha estado polarizada durante muchos años, situación que se ha exacerbado en este Gobierno, esencialmente porque todo se ha organizado y estructurado, intencionalmente o no, en torno a las inconformidades que existen más que a las coincidencias.
Esto, intrínseco a los procesos de rivalidad política, no contribuye a la construcción de acuerdos en épocas no electorales y mucho menos cuando el objetivo expreso es el de agudizar las divisiones.
En un sistema político con tal nivel de concentración de poder como el de México, el liderazgo termina siendo crucial. Un buen líder puede contribuir a resolver problemas y allanar el camino para el desarrollo, mientras que un líder negativo puede socavar las fuentes de crecimiento y limitar la viabilidad a largo plazo del país.
Es esa concentración de poder la que mantiene a México permanentemente en el aire: dependiendo al final de todo de quien ocupe la Presidencia. Incluso un gran liderazgo que resulta benigno pero que no contribuye a institucionalizar ese poder y a crear condiciones para la unidad en el sentido antes mencionado, termina siendo insuficiente para atender verdaderamente los enormes desafíos que enfrenta el país.
En suma, los mexicanos tenemos dos desafíos muy distintos pero complementarios: uno es el de crear las condiciones para unificar los esfuerzos de toda la sociedad en aras de avanzar hacia un mayor desarrollo y, en el ámbito político, la paz y la estabilidad. El otro es el de avanzar hacia la institucionalización del poder para consolidar los esfuerzos de toda la sociedad.
Se trata de dos conductos distintos, pero que se unen y terminan en el mismo lugar: la capacidad y disposición del liderazgo para actuar en ambos frentes.
Lo que es común, o al menos frecuente, en la historia de México es que los presidentes buscan unir a la ciudadanía para que el país prospere. Esto ha sido particularmente perceptible durante las últimas tres décadas durante las cuales se intentó crear mecanismos generales donde todos los que pudieran encajar —ciudadanos en el entorno electoral, empresarios en la inversión, sindicatos en el espacio laboral y políticos en la esfera legislativa—, pudieran ejercer realizar sus funciones sin tener que recurrir a favores o permisos especiales en cada rincón.
El Gobierno actual ha vuelto a controlar todos los procesos, no siempre con éxito, pero el solo hecho de intentar hacerlo ha tenido el efecto de limitar el potencial de desarrollo.
Lo que requiere el país es pasar a la siguiente etapa: no sólo a reglas generales, reglas cada vez más institucionalizadas y con mecanismos que trasciendan la capacidad de un presidente único, incluso de quien las promueva, para alterar las reglas a su antojo.
Philip Wallach** dice que el Gobierno de la mayoría consiste en “domesticar la fuerza política bruta en una forma algo más suave”. Gane quien gane en 2024, el país necesita un Gobierno distinto, apropiado para el Siglo XXI y circunstancias, como la deslocalización, que sólo se presentan una vez en la historia.
*¿Democracia sin naciones?
**Por qué el Congreso
www.mexicoevalua.org
@lrubio
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