Tribuna Campeche

Diario Independiente

De política… y cosas peores | Consuelo y esperanza

Catón

“Desde el cielo una hermosa mañana la Guadalupana bajó al Tepeyac. Suplicante juntaba sus manos, y eran mexicanos su porte y su faz. Junto al cerro pasaba Juan Diego, y acercóse luego al oír cantar. ‘Juan Dieguito —la Virgen le dijo—. Este cerro elijo para hacer mi altar’. Y en la tilma entre rosas pintada su imagen amada se dignó dejar. Desde entonces para el mexicano ser guadalupano es algo esencial”. Más allá de creencias religiosas y de polémicas historicistas no cabe duda de que la Virgen Morena es elemento de primordial importancia en eso que llaman “la idiosincrasia nacional”. Lo supo este amigo mío, industrial japonés, quien en su fábrica de México puso una imagen de la Morenita. Dijo con su peculiar acento: “Yo no creo en Dios, pero en Baralupe sí”. Por todo lo anteriormente dicho, y porque sin merecerlo soy guadalupano, aplaudo sinceramente, y con las dos manos, para mayor efecto, a Rubén Moreira, diputado coahuilense —y saltillense—, por la iniciativa que presentó para que el 12 de diciembre, festividad de la Guadalupana, sea declarado día de descanso obligatorio. No faltará algún jacobino trasnochado que critique esa propuesta, pero ciertamente el diputado Moreira interpreta el sentir de la inmensa mayoría de los mexicanos, que consideran esa fecha un hito en el calendario no sólo religioso, sino nacional también, y la solemnizan en varias y diversas formas. Más de un millón de peregrinos acuden cada año a la Basílica de Guadalupe, en la Ciudad de México, para postrarse ante la Virgen, su consuelo y su esperanza, y en todas las ciudades y pueblos del país se muestra igualmente esa profunda devoción. A mis años camino todavía el 12 de diciembre en solitaria peregrinación desde la Catedral de mi ciudad hasta el Santuario de la Morenita. Ahí mis dudas y heterodoxias caen ante el hermoso lienzo de la Guadalupana, que tantas cosas dice a quienes saben escuchar. Envío pues, por encima de todas las diferencias, un sonoroso y merecido aplauso a Rubén Moreira por esa iniciativa tan razonable, tan justa y —sobre todo— tan mexicana. En trance de marcharse de este mundo el marido interrogó con voz feble a su mujer: “¿Me fuiste fiel, Clariola?”. “¡Con toda el alma!” —respondió ella, vehemente. “No hablo del alma —señaló el esposo—. Del cuerpo es de lo que tengo sospechas”… Babalucas regresó de un viaje turístico a la India y le contó a un amigo: “En un bazar me mordió una serpiente”. Preguntó el amigo: “¿Cobra?”. “No —respondió el badulaque—… Gratis”. Doña Gules se inscribió en la Academia de Canto “Amelita Galli-Curci”. El director la dio de baja el primer día porque al cantar desafinó el piano. No obstante eso doña Gules presumía de gran soprano. Una tarde le comentó a su esposo: “Me invitaron a cantar dos piezas en la sesión del club de costura. Cantaré Casta diva y Caro nome. ¿Quién crees que debe acompañarme?”. Sin vacilar respondió el marido: “Un guardaespaldas”… Don Acisclo, gentil caballero a la manera de antes, le dirigió un requiebro a la señorita Himenia, madura célibe también a la manera de antes. Le dijo: “Tiene usted unos dientes preciosos, amiga mía, semejantes a perlas de Ormuz”. Solicia, la mejor amiga de Himenia, le sugirió a ésta: “Pásale la dentadura postiza, para que los vea más de cerca”… La tía de Pepito era dueña de un prominente busto, enhiesto y adelantado como proa de galeón. Fue invitada a cenar en la casa de los papás del crío. En el curso de la cena el señor reprendió a Pepito, y ante la respuesta del chiquillo le dijo: “No me importa lo que tu tía pone sobre la mesa. Tú no pongas los codos”. FIN.

Mirador

Armando Fuentes Aguirre

“Árbol que crece torcido jamás su tronco endereza”.
Conocí un árbol que creció torcido, y que por eso sufría intensamente, pues sabía que su tronco nunca se iba a enderezar. Tal certidumbre lo acongojaba. Ni siquiera tenía consuelo en las aves que anidaban en su fronda y que ahí hacían sus nidos y sus cantos. Por las noches, cuando nadie lo veía, el árbol lloraba silenciosas lágrimas de resina.
Sucedió que un día alguien colgó un columpio en la rama del árbol que creció torcido, pues parecía hecho para eso. Los niños empezaron a jugar en el columpio. Sus gritos y sus risas se enredaban al árbol y lo llenaban de alegría. Su tristeza desapareció, y en adelante fue feliz. Los árboles que crecieron derechos no servían para poner en ellos un columpio, y desde su derechura lo envidiaban.
Ahora paso junto al árbol. Veo el columpio que cuelga de su rama y pienso que aun con nuestros defectos podemos hacer el bien a los demás, y ser felices. Por su callada lección le doy gracias al árbol que creció torcido.

¡Hasta mañana!…

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