Tribuna Campeche

Diario Independiente

De política… y cosas peores | Cuestión de amores

Catón

El niñito le preguntó a su padre: “Papi: ¿eres astronauta?”. “¿Astronauta? —repitió el señor, extrañado—. No, no soy astronauta. ¿Por qué me lo preguntas?”. Explicó el pequeño: “Es que oí que mi mami le dijo al vecino del 14: ‘No te preocupes. Mi marido no se enterará. Siempre está en la luna’”… Don Algón, salaz ejecutivo, viejo verde, le dijo a la linda Susiflor: “Sé que soy más bajo de estatura que tú, pero sentado sobre mi cartera me veré más alto”… (Uno de los romances más célebres de Hollywood fue el de Spencer Tracy y Katharine Hepburn. Su larga relación —26 años— se inició bajo los peores auspicios. El día que comenzó la filmación de la primera película que hicieron juntos ella le dijo: “Soy más alta que usted, Mr. Tracy”. Respondió él con acritud: “Cuando empecemos a actuar te verás más baja”. En cuestión de amores las estaturas no cuentan. Bien decía mi abuela Liberata: “Con que los centros se junten, aunque los holanes cuelguen”). Conocemos muy bien a don Chinguetas: es un marido casquivano. Fue a un centro comercial con su esposa, y coincidieron en una tienda con una atractiva dama. Le dijo él: “¿No me recuerdas? Soy Chinguetas”. “¡Claro! —se alegró la mujer—. Perdóname. Vestido no te reconocí”… Yo me formé en tres universidades: la de Coahuila, la Universidad Nacional Autónoma de México y la Colección Austral. Insigne biblioteca de conocimientos universales ha sido esa desde su fundación hasta nuestros días. Me acompañó en mi primera juventud y me acompaña en esta otra que ahora vivo. Variado cónclave de autores, en ella leí lo mismo Introducción del símbolo de la fe, del arduo fray Luis de Granada, que Dos años al pie del mástil, de Richard Henry Dana, cuya lectura de marinerías me preparó para ir con el capitán Ahab a su obsesiva búsqueda de Moby Dick. Y luego las sabrosas Charlas de café, de don Santiago Ramón y Cajal (“Que pasen los tres”, bromeaba Jardiel Poncela) y las pulidas líneas de Azorín. Poseo todos los libros de la Austral, hasta el marcado con el número 1370, gracias a la diligente atención de José Luis Font, inolvidable amigo y gran librero, quien me consiguió completa esa completísima biblioteca. Jamás imaginé, y aún no acabo de creerlo, que algún día un libro mío, De abuelitas, abuelitos y otros ángeles benditos, formaría parte de la Colección Austral. Lo vi el día que se inauguró la FIL de Guadalajara, en el magnífico y extenso stand del grupo Planeta, cuyos sapientes directivos y editores, con los de Diana, han hecho de mí un autor de libros de éxito, como México en mí, la más reciente de mis obras, que presenté ante una nutrida y generosa concurrencia cuyas muestras de afecto no podría jamás terminar de agradecer. Cuando aparecí en el escenario todos los asistentes se pusieron en pie y me brindaron un aplauso que parecía interminable y que me emocionó hasta el punto en que se me salieron las de San Pedro. Así se decía antes para no usar la palabra “lágrimas”, que suena muy dramática. Eso y las dos horas que estuve firmando libros, con las expresiones de cariño de la gente —una bella señora me preguntó, traviesa: “¿Se quiere casar conmigo?”—, fueron consuelo en estos tiempos en que muy necesitado estoy de aliento para seguir adelante. Gracias, pues a la Colección Austral, maestra mía de siempre. Gracias a mis amigos de Planeta y Diana. Gracias a Javier y Luly, adorados hijos y ahora cuidadosos ángeles guardianes de su padre. Y gracias, muchas gracias, a mis cuatro lectores, que me ungen siempre con el santo óleo de la bondad humana. Por todos ellos soy lo que soy. Por todos ellos quizá seguiré siendo cuando ya no sea. FIN.

Mirador

Armando Fuentes Aguirre

Llega el viajero a Brujas —que con brujas no tiene ninguna relación— y le salen al paso antiguas lecturas de Ganivet y Rodenbach. Por ellas siente al estar ahí un asomo de tristeza, pese a la algarabía de los turistas y al alegre sonar de los cascos de los caballos sobre las calles empedradas.
En los canales de la antigua ciudad pasean los cisnes su elegante gracia. El viajero no sabe por qué las silenciosas aves —cantan sólo cuando van a morir, afirma la leyenda— aumentan su melancolía.
Brujas sufre nostalgias del mar, que se ha alejado de ella. En un remoto ayer las olas acariciaban sus murallas, pero la orgullosa ciudad, reina de Flandes, desdeñó esas caricias, y las aguas se fueron para no volver. Quizá ese desamor es lo que siente el viajero cuando cruza los puentes de esta Venecia nórdica.
No volverá jamás el peregrino a Brujas, bien lo sabe. Su vaga pena, sin embargo, irá con él por siempre. Hay tristezas que jamás se van.
¡Hasta mañana!…

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