Catón
Si no has comido nunca una fritada de cabrito estilo norte, y más concretamente estilo Coahuila o Nuevo León, o una riñonada —de riñón tapado—, o un machito o una cabecita, te acompaño en tu sentimiento: desconoces una de las mayores delicias gastronómicas que en este mundo, y en cualquiera de los otros, se puede disfrutar. Por desgracia —¡cuántas nos han acaecido en estos años últimos!– ahora es difícil conseguir un cabrito, y si lo encuentras debes pagar por él casi su peso en oro. Habrá quienes culpen de esa carencia a López Obrador, como sucede con la falta de medicamentos, y no les faltará razón.
Decían los antiguos lógicos: “La causa de las causas es causa de lo causado”. Voy a explicarme, a fin de que se vea que no está descaminada la afirmación según la cual al caudillo de la llamada 4T se debe que hoy por hoy el cabrito esté casi ausente de las cocinas norestenses. Un dicho campirano afirma que la cabra es “en el monte muy latosa, en la mesa muy sabrosa, y en la bolsa muy ruidosa”. Eso quiere decir que el pastoreo de la cabra es fatigoso, pero su carne es grata al paladar, y la venta de su leche y de los cabritos que trae al mundo rinde buenos dineros a su dueño.
Hace unos pocos años había numerosas majadas —así se llaman los rebaños de cabras— en el rancho del Potrero. Era posible ver a lo lejos, en las faldas de los cerros, los puntitos blancos de las cabras que bajo el cuidado del pastor y de sus perros comían la yerba de los campos. El trabajo de pastor de cabras es difícil.
Su primer rasgo es el de la soledad. “Aquí estoy sobre mis montes, / pastor de mis soledades”, escribió Pedro Garfias, ese poeta tan feo y tan hermoso. El radio de transistores vino a dar algo de compañía al solitario cabrero, pero aun así su vida era la de un anacoreta itinerante.
Llegó al rancho, sin embargo, la política clientelar de AMLO, y se volcaron las dádivas del populismo sobre los campesinos en la forma de becas, pensiones, despensas, entregas de dinero por esto y por aquello, y ya no hubo manera de encontrar pastores, y quienes tenían cabras tuvieron que venderlas, y adiós cabritos, y adiós también el laboreo de las tierras, pues con lo que nos da Morena podemos vivir sin trabajar, y aquí nos tienen a todos en el campo, hechos unos güevones sin más oficio que platicar afuera de la tienda o estar tirados a la bartola en la cama, el catre o la hamaca, según.
Ahora para comer un buen cabrito en mi ciudad, Saltillo, debes ir a “El Chivatito”, de Lalo Cárdenas, perteneciente a la dinastía de buenos restauranteros fundada por don Braulio Cárdenas Cantú y su señora esposa, ejemplos de trabajo y entrega a una vocación. Es una pena lo que en la agricultura y la ganadería está sucediendo. Entre las dádivas del gobierno desorganizado y las extorsiones de la delincuencia organizada no será difícil que el campo mexicano quede despoblado dentro de no mucho tiempo.
En el caso concreto del cabrito, el pez grande se ha comido al chico… Don Rugantino señor de edad madura, consiguió que Loretela, linda chica, accediera a acompañarlo al Motel Kamawa. ¿Por qué aceptó ella la invitación del valetudinario caballero? Porque le dijo que si le brindaba un rato de felicidad le entregaría todos sus ahorros de los últimos 20 años. En la habitación número 210 del establecimiento tuvo lugar el dicho rato de felicidad, que fue cumplidamente disfrutado por el añoso galán.
Al término del trance Loretela le preguntó, ilusionada: “¿Y sus ahorros de los últimos 20 años?”. Caído de espaldas en el lecho, agotado y exánime, le informó don Rugantino con voz feble: “Te los acabo de entregar, preciosa”. FIN.
La verdadera autoridad
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
Ahora que lo pienso, la casa de mis padres era pobre.
Mi papá era empleado de oficina; mi madre ama de casa. Vivíamos en una vivienda de alquiler, y no teníamos coche. Mi hermano y yo debimos dejar el colegio de paga en que estudiábamos cuando llegaron los otros hijos, e ir a una escuela pública. Jamás comíamos en restorán, y nuestro regalo de cumpleaños era ir a la nevería Nakasima y disfrutar —el cumpleañero solamente— un platillo llamado “Paricutín”: nieve en forma de volcán coronado por un cubito de azúcar mojado en alcohol al que se prendía fuego y se llevaba a la mesa del afortunado ante la admiración —y envidia— del resto de los comensales.
Diré una cosa, sin embargo: en mi casa había libros. Con sacrificios mi padre nos compró, entre otros, los cuatro tomos de “El libro de oro de los niños”, y luego los 20 de “El tesoro de la juventud”, en la edición de W.M. Jackson, Eso fue como darnos el mundo en 24 tomos.
Jamás tuve, como mis amiguitos, patines o bicicleta, o un trenecito Lionel, pero leí aquellos libros y supe lo que era el Taj Mahal, y conocí el Empire State, y gocé las aventuras de don Quijote, y del barón de Munchausen, y de Gulliver, y Rip van Winkle y Tartarín y Robinson Crusoe.
Ahora que lo pienso, la casa de mis padres era rica.
¡Hasta mañana!…
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