Luis Rubio
En el ámbito del folclore y las tradiciones antiguas, como lo expone Carlos Lozada, los mitos son cuentos siempre repetidos por su sabiduría y verdades subyacentes.
Nadie entiende mejor esta lógica que el presidente López Obrador, quien no sólo es un maestro de la narrativa (y de la mitología), sino de otro rasgo que pocos han notado: su éxito no depende de sus acciones concretas ni de sus resultados, sino de su culto a la personalidad. Hasta la fecha, la fórmula ha sido implacable; la pregunta es qué implica eso para el futuro del país.
Hay al menos cuatro factores que son críticos para el desarrollo y que la narrativa presidencial denosta día sí y día también, pero no por eso dejan de ser claves: la inversión y el crecimiento económico; seguridad; la relación con Estados Unidos; y las reglas del juego. En cada uno de estos puntos, el Presidente ha estado royendo los andamios, frágiles en sí mismos, que hacen que las cosas funcionen.
El desarrollo es, evidentemente, el único objetivo posible, a pesar del desprecio que le tiene el actual Gobierno. Centrado exclusivamente en el poder y su perpetuación, prefiere un electorado pobre pero leal a un país desarrollado y rico con una ciudadanía sana y vigorosa.
Independientemente de quién gane las elecciones de 2024, estará obligado a centrarse en el desarrollo (y lo que eso implica en términos de salud y educación) no sólo por la obviedad de que es la única posibilidad para el futuro del país, sino también porque los problemas sociales se han ido acumulando.
La fórmula es conocida: crear condiciones para atraer capital, sin las cuales el crecimiento económico es imposible, pero con una estrategia redistributiva que permita elevar el nivel de vida de la población sin afectar el funcionamiento de la economía. Todo lo que se requiere es certeza: reglas claras y predecibles. Dadas las condiciones, el nearshoring es una gran oportunidad (no una panacea) que puede crecer sin límites.
La seguridad es una cuestión que no sólo no está resuelta, sino que cada día se vuelve más complicada. Digan lo que digan los portavoces gubernamentales, es evidente que el crimen organizado controla vastos territorios, donde reinan la extorsión, el secuestro y la violencia.
La popularidad nominal puede ser alta, pero la realidad a nivel de base es mutilante y no se soluciona con retórica ni con una Guardia Nacional que no sea un sustituto de las fuerzas policiales locales (y del sistema judicial) que proteja a la población y genere un ambiente de estabilidad y paz.
El Ejército es un requisito, pero únicamente para pacificar el país, no para hacerlo funcionar. Los abrazos de oso parecen fantásticos, pero la seguridad depende de una vida cotidiana que no esté manchada por miedos o motivos para estos últimos.
Reprender a los estadunidenses e invitar a sus rivales al desfile de la Independencia es quizás lo más revelador de la mítica podredumbre de México. Reunirse para que el pueblo se envuelva en la bandera era una estrategia viable hace 50 años, pero no en una época en la que es cada vez más raro encontrar una familia sin parientes directos en Estados Unidos.
Esto, además de los problemas económicos, políticos y trascendencia social de las exportaciones y remesas para la estabilidad del país. Parecería un intento suicida contra estas fuentes manifiestas de viabilidad.
Finalmente, las reglas del juego: lo que técnicamente se conoce como Estado de Derecho. El gran logro del Tratado de Libre Comercio (TLCAN) original fue que generó un marco legal y regulatorio que conferiría certidumbre al inversionista y al empresario: reglas generales, que eran claras y que podían hacerse cumplir a través de mecanismos confiables y no politizados.
AMLO ha invertido la ecuación: en lugar de reglas generales y conocidas, ha tratado de resolver cada situación de manera individual, revelando que no le importa la ley, ni entiende (o le importa) lo que motiva a los inversionistas: la confiabilidad de las reglas generales.
La pregunta sigue siendo cómo afrontar estos males. La respuesta es, en concepto, muy clara. Hace 30 años se buscó un esquema de reglas de juego y mecanismos confiables de resolución de disputas a través de un tratado internacional, lo que en esencia implicó que México tomara prestadas las reglas y el sistema judicial en materia comercial y de inversión de nuestros socios comerciales.
Esa vía no se ha agotado, pero ha experimentado un grave deterioro. En consecuencia, la única manera de recrear condiciones que hagan predecibles las reglas es mediante acuerdos políticos internos aplicables. En una palabra: los mexicanos tenemos que hacer hoy lo que antes no se podía lograr internamente: un marco político-legal que sea confiable.
El gran desafío para el próximo Gobierno estará en construir un marco de acuerdos que reduzcan los focos de odio y polarización, que se traduzcan en acuerdos políticos que conlleven una fuente de confiabilidad y certidumbre para los agentes económicos.
Suena complejo, pero es la única manera a través de la cual los mexicanos pueden contemplar una salida al hoyo en el que los ha colocado el actual Gobierno y cuyo legado será mucho más complejo y caótico de lo aparente.
El país necesita un entendimiento “indígena” que abra espacios para la participación y elimine fuentes de perturbación e inseguridad. Esto involucraría a las fuerzas políticas formales, pero también a una amplia representación de la ciudadanía, las empresas y los sindicatos. México se ha vuelto demasiado grande y complejo para depender de unos pocos actores con intereses especiales.
El desafío es enorme, pero también lo es la oportunidad.
@lrubiof
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