Catón
Al principio yo no cobraba por mis conferencias. Nadie rebaje a lágrima o reproche —lo digo con expresión borgiana— esa declaración de bonhomía. Consideraba un honor ser escuchado, y me gustaba el aplauso de la gente, pues en el tiempo cuando tuve tiempo para hacer cosas importantes fui actor de teatro. En la Escuela de Leyes de Saltillo había numerosos alumnos tamaulipecos, y me llevaban a perorar en sus ciudades. Yantaba y bebía bien, y como aún era soltero no me faltaban ocasiones de dar malos ejemplos a mis estudiantes. Todos los gastos corrían por mi cuenta, incluso los de los malos ejemplos, pero no me importaba, porque entonces no tenía yo más deber que el de vivir. Un día —¡oh sorpresa!– recibí una invitación para hablar en el Casino de Monterrey, en la comida de cierto club de servicio al que pertenecían los pilares de la comunidad regiomontana, todos pilares de oro y plata, como los de doña Blanca. ¡Qué honor tan grande! Hablé mientras los demás comían, y luego comí mientras los demás hablaban. Al final el organizador me acompañó a la puerta y ahí me entregó un sobre. Pensé que sería una carta de agradecimiento, pero me dio la del indio, como antes se decía cuando alguien recelaba de algo, y le pregunté al señor qué era aquello. Me contestó: «Son sus honorarios». «Yo no convine honorarios» —le dije tendiéndole el sobre, aunque no demasiado. Respondió: «Es lo que les pagamos a los que vienen a disertar aquí». Yo ni siquiera había disertado; había hablado, nada más. Me sucedió entonces lo que a aquella chica que trabajaba en una casa de mala nota. Una noche se desmayó en medio del local. Acudió a toda prisa la madama y preguntó a las demás por qué su compañera se había desvanecido. Le explicó una: «Es que lleva ya 15 años de estar viniendo aquí todas las noches, y hasta hoy se enteró de que las demás cobramos». Así empecé mi carrera de conferencista, deleitoso mester de juglaría por el cual he conocido este país maravilloso en que vivimos, cuya grandeza no alcanzan a amenguar ni los maleantes ni los malos gobernantes. He hablado en todos los Estados del país, absolutamente en todos, y he dado conferencias en todas las capitales de Estado, con excepción de una: Chilpancingo. Nunca he sido invitado a perorar ahí. Lo he hecho en Acapulco, claro, lo mismo que en Ixtapa-Zihuatanejo, Iguala y Taxco, pero en Chilpancingo no. Y ahora no abrigo ninguna esperanza de ir allá, primero porque sería criminal abrigar esa esperanza con el calor que hace, y luego por la situación de anarquía que priva en la capital guerrerense, cuyo Gobierno parece estar acéfalo ante la ola de violencia que ahí se ha desatado. En otro tiempo estuve dispuesto a ir a conferenciar gratuitamente en Chilpancingo con tal de que no le faltara ninguna capital de Estado a mi peregrinar. En estos días, lo digo con tristeza, no iría ahí ni aunque me ofrecieran las perlas de la Virgen. Claro, antes de decidir primero pediría ver las perlas. Polvos son éstos de los lodos que en Guerrero puso AMLO cuando no pudo imponer a su amigo Macedonio pero en su lugar colocó a su hija. De nueva cuenta me viene a la memoria el caso de aquel viejo ranchero del norte de Coahuila cuyo único hijo tenía, digamos, modales demasiado finos pa› frontera. Por alguna extraña razón el muchacho se dejó crecer las patillas, y las llevaba profusas y copiosas. Un visitante le dijo al vejancón para agradarlo: «Qué patillas las de su hijo. Las tiene como Vicente Guerrero». Respondió, hosco, el señor: «¡Como Guerrero debería tener los güevos el cabrón!»… FIN.
Manganitas
AFA
«…El próximo año no faltarán medicamentos,
dicen funcionarios de Salud…».
Se necesita un gran brinco
—a menos que sea engaño—
para hacer en un solo año
lo que no hicieron en cinco.
El combate 4T anticorrupción
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
El hombre está en una cárcel española.
Se encuentra ahí por culpas insignificantes. Pretendió ir a América a fin de empezar una nueva vida, pero no logró su intento.
En su estrecha celda el hombre padece mal de tedio, él, que en otro tiempo fue soldado y combatió gloriosamente. Lo único que ve a más de sus recuerdos es el cuadro azul del cielo que se mira a través de la ventana en la pared de piedra. De vez en cuando un ave pasa, y su vuelo hace sentir al hombre pesadumbre por la perdida libertad.
Pero algo tiene el prisionero que lo hace poder ir a otros mundos. Le ha sido permitido tener pluma y papel. Para atenuar su tedio decide narrar una pequeña historia; hacer un cuento de reducida dimensión a fin de entretenerse en algo. Toma una hoja; moja la pluma en el tintero y empieza a escribir.
«En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme.».
¡Hasta mañana!…
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