Francisco Valdés Ugalde
La exhibición patética de los libros de texto de la “Nueva Escuela Mexicana” muestra los viveros en los que se quiere alimentar “la revolución de las conciencias”, esa nueva religión que se proclama desde las mañaneras y, ahora, las “vespertinas.” Pretende englobarlo todo y a todos, suprimir la disidencia como derecho legítimo y la discrepancia como motor de la democracia.
A diferencia de Rusia o China, en donde no se esconde la voluntad de uniformización de las mentalidades a los deseos del régimen autocrático, en México la uniformidad se viste de diversidad aparente y semi woke para ensalzar entelequias supuestamente autóctonas y “comunitarias”. Bien examinadas, no tratan de la comunidad genuina y libre, sino de una “comunidad” inducida desde los hilos del poder que quiere con ella ser “hegemónico”. No se trata de la autoridad del conocimiento que sabe su potencial y sus límites, ni de la comunidad en que dialogan y razonan ciudadanos formados para ser, sino de la autoridad del carisma tradicional que viene del “pueblo”, una entidad que sirve lo mismo para un barrido (Stalin) que para un trapeado (el Marx vicario de AMLO).
El nudo central que unifica la “transformación” y que el discurso de AMLO evidencia diariamente no es otro que la pretensión de tener una “ciencia del futuro”. Sólo desde una posición así es concebible que se trate de ordenar la realidad conforme a un propósito prestablecido y finalista: la unificación de las conciencias en una distopía en la que no haya contradicción ni diferencia. No es la imaginación de un futuro que se pone a consideración de los demás en la esfera pública y libre, sino un mandato unificador que se ejercita en nombre de la entidad colectiva y abstracta del pueblo.
A esta intentona vulgar de revivir esa ciencia del futuro (el “socialismo científico”), que pretendió formular el otro Marx (el de genio) no le corresponde la dignidad de un conocimiento del pasado y del presente que sí tenía de sobra el demiurgo de los socialismos realmente existentes. En lo primero Marx se equivocó y, por lo que respecta a lo segundo, todo el saber acumulado conspira hoy —como conspiró en tiempo de Carlos Marx— contra la arrogancia de los mesías y profetas, incluido él. El conocimiento genuino nos enseña que conocer el pasado hace moralmente obligatorio respetar el inevitable acertijo del futuro, tejiendo el presente con la certeza de la técnica y del respeto de la dignidad humana.
No es posible tal cosa como el “hombre nuevo” totalizado en la comunidad que busca alumbrar la cuatroté. No hay conciencia fuera del individuo, el resto es comunicación y sociedad. Lo que hay son seres humanos de carne, hueso y seso que merecen el respeto a su derecho de pensar con libertad y nutrirse, eso sí, sin tacañería ninguna, de alimento, seguridad, instrucción, salud, ambiente e ingreso de calidad.
Además de la libertad política, esos son derechos humanos resultantes de pactos alcanzados democráticamente. El presente y el futuro se miden por el cumplimiento de la sociedad con esos derechos a través del Estado, no por la intromisión de proyectos impuestos a fuerza bajo falsos supuestos de liberación.
El conflicto entre democracia y autocracia se agudiza en México y en el mundo. Desde Rusia, China y el Islam se ofrecen ideocracias cerradas y monistas en el mercado mundial, y hay quien las compra: los autócratas menores que desde democracias tempranas (Estados Unidos, Francia) o tardías (México, Venezuela y Nicaragua), buscan blindar sus proyectos de encierro y regresión con la carnada de comunidades imaginarias que oculta los anzuelos de visiones totalizantes.
La diferencia entre totalitarios y demócratas es esta. Mientras que los primeros con su política son una versión suicida de la ilustración, los segundos reconocen que la política no es la continuación de la violencia por otros medios, sino su sustitución por el ejercicio de la razón común mediante el diálogo, por compromiso entre libertad e igualdad que México nunca ha tenido. Esto es lo que necesitamos enseñar.
Twitter: @pacovaldesu
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