Víctor Collí Ek
El pensamiento económico fundamental de los primeros cuatro siglos de la era cristiana va a estar marcado por el reemplazo del mercado mundano propuesto por la sociedad romana, por el de uno divino. En ese sentido, la creciente religión cristiana va a proponer una vida piadosa y una relación especial con la riqueza terrenal. Esto es lo que nos expresa Jacob Soll en su interesante obra “Free Market. The history of an Idea”.
En ese tiempo, vamos a ver dos modelos interesantes que sin duda marcarán el pensamiento y el comportamiento económico que nos rige en la actualidad.
La primera generación de pensadores cristianos requerirán un rechazo de la vida secular y sus imperfecciones, un derramo de sangre en la búsqueda de la salvación, esta va a ser la primera configuración de la llamada “Mano invisible de Dios”, como lo expresaría más tarde San Agustín.
En esa primera generación tenemos en primer lugar a Clemente de Alejandría, quien propondrá dar las riquezas a los pobres y a la Iglesia, y concentrar las energías en Jesús, en su famosa obra la salvación del hombre rico.
Luego tendremos a Sexto, quién propondrá una vida asceta y pensará que sólo aquellos que rechazan las cosas de la carne son libres para adquirir las cosas del alma.
Orígenes afirmó que el mercado mundano debe ser reemplazado por el mercado del cielo, y que este mercado divino tiene aspiraciones que enfatizan la decisión, la disciplina, el pago, la recompensa de una vida después de la muerte y que conformarían la vida cristiana.
Para San Gregorio de Nisa la naturaleza es débil y, por tanto, no es eterna, rechaza la vida pagana de la Roma imperial republicana y monárquica, por una vida que adoraba al mundo trascendente de la divinidad.
Para la segunda generación de pensadores, los padres de la Iglesia, va a ser necesario un cambio en la relación entre lo mundano y lo divino, al enfrentar las necesidades fácticas de construir y solidificar la iglesia cristiana. Ellos van a sostener que las soluciones divinas, sin embargo, estar sobre los deseos terrenales, necesitan de los bienes mundanos.
San Juan Crisóstomo —que en Éfeso hace un llamado a las masas a derribar el templo de Artemisa, una de las 7 maravillas del mundo antiguo— va a considerar las actividades placenteras y económicas dentro de una lógica de intercambio divino. Dar limosna, pensaba, era el acto social de pagar las deudas demandadas por el pecado.
San Ambrosio no será ajeno a ese reto, en este caso aún mayor, el de cristianizar el corazón mismo del imperio romano y para ello va a considerar un concepto fundamental, que es el movimiento, como intercambio económico entre bienes materiales e inmateriales. El movimiento hace a la riqueza monetaria más suave y práctica para la consolidación de la iglesia cristiana. Estaba preocupado tanto de hallar conversos como de tener los recursos para sostener a la iglesia.
San Agustín creía que Dios creaba un orden autorregulatorio en el universo cristiano, a través de la predestinación. El mercado moral estaba lleno de gracia y salvación. Para él, la riqueza terrenal estaba de hecho dada por Dios y, por tanto, era buena, lo que implicaba que la sociedad cristiana con riqueza podía ser virtuosa, mientras generaba riqueza. Esto es una mezcla de voluntad divina y libre albedrío. El mercado espiritual tiene una influencia directa sobre el mercado terrenal, moldeándolo, y esta va a ser la segunda configuración de la afirmación básica de la mano invisible de Dios.
Más historias
Que vieja tan terca
CINISMO RAMPLÓN
EN LAS TRIPAS DEL JAGUAR: 21 NOVIEMBRE 2024