Tribuna Campeche

Diario Independiente

De política… y cosas peores | No tengo prisa en irme

Catón

De las palabras he vivido. A los 14 años de edad me hice locutor de radio. Aquel excelente señor que se llamaba don Alberto Jaubert, dueño de la XEDE, en Saltillo, me pagaba 3 pesos por programa, y yo hacía 7 por semana (ya desde entonces tenía la tozuda insistencia de la mosca). En ese tiempo mi papá me daba un peso de domingo, de modo que de la noche a la mañana me convertí en multimillonario. Luego empecé a escribir en los periódicos, con el mismo tesón y pertinacia. Palabras, palabras, palabras, dijo Hamlet. Y sin embargo no tengo suficientes para dar las gracias a mis cuatro lectores de Monterrey y región circunvecina por el cariño con que me trataron este domingo que pasó al presentar “México en mí”, el más reciente libro que he escrito en coautoría con la vida, y que mi casa, Diana, del Grupo Editorial Planeta, ha publicado. No a modo de jactancia, sino de agradecimiento, reproduzco la nota que apareció en la página cultural de “El Siglo de Torreón”, el prestigioso periódico lagunero. Firmada por Saúl Rodríguez, quien además me hizo una magnífica entrevista, esa nota dice: “El Auditorio de la FIL MTY luce abarrotado. Más de 250 personas esperan a Catón, quien tras ser anunciado entra recibido en una lluvia de aplausos. En el escenario se observa una pequeña mesa de cristal con dos ejemplares de ‘México en mí’. Los organizadores han dispuesto un sillón, pero Catón prefiere dar la plática de pie. Comparte algunas de las anécdotas impresas en el libro, con ese humor que lo caracteriza. Habla durante casi una hora. Antes de despedirse agradece a su familia, a los asistentes, a su editorial y a Dios. Sobre todo eso: agradece que ha aprendido a agradecer. El público es suyo. De pie lo aplaude. Es momento de sacar la pluma y firmar decenas de libros”. En efecto, casi dos horas estuve autografiando ejemplares de “México en mí” y de otros libros míos. Hubo quienes me llevaron recortes de artículos que escribí hace 20 años, y que conservan desde entonces. Un lector me dijo: “Gracias por ser”. Una lectora me pidió: “No deje de escribir”. Añadió tras una pausa: “Y tárdese en morir”. “Eso no está en mis manos -contesté-, pero tampoco llevo prisa”. La madre vida se ha portado conmigo igual que con sus otros hijos. A todos nos acaricia y luego nos da un golpe que duele. Y ahí nos lleva: un dulcito hoy, un coscorrón mañana. Ahora llego a mi casa por las noches y está llena de vacío. Mi compañía es la soledad. Pero me confortan mis hijos y mis nietos, que están siempre conmigo aunque no estén aquí, y mis amigos, que me convocan al buen yantar y al vino bueno, y tengo mis libros, y mi música, y mis películas de la época de oro, y el ajedrez robótico, que ya me encorajina o ya me ensoberbece, y la casona antigua del Potrero con las buenas gentes que la cuidan y me cuidan, y mi cabaña en el bosque, a donde llegan, furtivos visitantes, el oso y el venado. Y tengo mi trabajo de cada día, que el pan de cada día me da. Sobre todo, llevo en mí el recuerdo -los recuerdos- de la eterna amada, que sin estar conmigo sigue estando en mí. Con todo eso, y el afecto de mis cuatro lectores, se entenderá por qué no tengo ninguna prisa en irme. Siempre he pensado que Dios ama a todas sus criaturas, pero que nos quiere más a los niños y a los viejos. A los niños, porque acaban de salir de sus manos. A los viejos, porque ya vamos llegando a sus brazos. Estoy presto a partir cuando él disponga. Sólo le pido que me lleve sin tardanza y con sosiego. Pero aun así le digo la mejor oración con que el creyente puede dirigirse a Dios: Hágase, Señor, tu voluntad. FIN.

Mirador

Armando Fuentes Aguirre

Este aire frío que al declinar la tarde baja del monte de las Ánimas es el invierno que nos dice hablando a lo ranchero. “A’i vengo”.
No lo sentimos en la cocina de la casa de Ábrego. En el fogón arde la leña de manzano. Sus brasas no hacen humo, y en cambio perfuman el ambiente. La charla de sobremesa es animada. Don Abundio cuenta:
Cuando Rosa y yo nos hicimos novios, tardé semanas en animarme a pedirle un beso. Una noche por fin tomé valor. Le dije: “¿Me permite darle un beso?”. No respondió. Quedó callada. Le pregunté un poco molesto: “¿Qué es usté muda?”. Me contestó: “¿Y usté qué? ¿Es paralítico?”.
Reímos todos, menos doña Rosa. Enojada, le dice a su marido:
Viejo hablador.
Él hace el signo de la cruz con los dedos índice y pulgar, se lo lleva a los labios y jura:
Por ésta.
¡Hasta mañana!…

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