Luis Rubio
En memoria de Luis Alberto Vargas.
Los Gobiernos van y vienen, pero una cosa siempre permanece: la corrupción. Los actores cambian, pero el fenómeno es perenne. Y México no es la excepción: en su libro de 1976 sobre Rusia, Hedrick Smith* escribe: “Creo”, le dice Iván a Volodia, “que tenemos el país más rico del mundo”. “¿Por qué?” pregunta Volodia. “Porque desde hace años todo el mundo le roba al Estado y todavía queda algo que robar”.
En su trabajo sobre el colapso soviético, Stephen Kotkin** explica cómo la corrupción lo consumía todo, pero que era imposible vivir sin ella. El fenómeno es tan ruso como mexicano y ningún Gobierno está a salvo de él, incluido el de los “otros” datos.
La corrupción, prima hermana de la impunidad, ha formado parte de la vida nacional mexicana durante siglos, pero no necesariamente por eso debe persistir. La gran pregunta aquí es qué hace que la corrupción sea parte del ser nacional en lugar de ser una plaga que debe ser eliminada.
Parte de la explicación deriva de la naturaleza del sistema político que surgió al final de la era revolucionaria (1910-1917): el sistema premiaba la lealtad con acceso al poder y/o corrupción; la corrupción era (y es) un componente central, inherente de hecho, al ejercicio del poder. El viejo sistema premiaba con el acceso a la corrupción, el “nuevo” sistema la purifica: misma canción, diferente melodía.
Lo que ha cambiado es el contexto en el que hoy se genera la corrupción. En estos tiempos de comunicación instantánea y redes sociales, la corrupción no sólo es obvia, sino también visible y, por tanto, ubicua.
Mientras que para el mexicano promedio la corrupción es una herramienta inevitable de la vida cotidiana (individuos que ofrecen lugares para estacionar en la calle como si fueran suyos, trámites y trámites oficiales, inspectores, policías) que implica intercambios tanto con funcionarios públicos como con privados, uno de los mayores logros de las últimas décadas fue la consagración de un conjunto de reglas confiables para el funcionamiento de las grandes empresas, especialmente las relacionadas con el comercio exterior.
Pero el tipo de corrupción más visible y relevante en términos políticos y en la legitimidad de los gobiernos, es el robo en despoblado que ocurre dentro y en torno al Gobierno, mucha de ella vinculada a actores privados, aunque no siempre.
Hay dos factores que hacen posible la corrupción en México y que lo diferencia de países como Dinamarca y similares: uno es que el Gobierno mexicano fue construido para controlar a la población y no para, bueno, gobernar, y esa diferencia trae consecuencias fundamentales.
Cuando la función objetivo es hacer posible el desarrollo y el bienestar, el Gobierno se convierte en un factor de resolución de problemas; cuando su objetivo es el de control, lo relevante es que nadie se escape.
El Gobierno promotor procura altas tasas de crecimiento y se dedica a sortear obstáculos para lograr su misión; el Gobierno controlador somete a la población y crea espacios de privilegio, abriendo interminables oportunidades para la corrupción. Al mismo tiempo, en un Gobierno orientado al control, la impunidad se convierte en un imperativo categórico.
El otro factor que posibilita la corrupción deriva de esto último: la legislación mexicana se distingue de la de los países dedicados al desarrollo en que procuran reglas generales, conocidas por todos y aplicadas de manera sistemática.
Si bien los gobiernos siempre mantienen márgenes discrecionales, en México las leyes casi siempre rayan en la arbitrariedad porque confieren facultades tan amplias a las autoridades —desde el inspector más modesto hasta el presidente— que terminan por hacer que las reglas sean irrelevantes.
El Gobierno actual, el que debía acabar con la corrupción, ha ampliado ese margen de manera irrefrenable, al grado que todo lo que antes implicaba reglas generales ahora se negocia directamente con el Presidente, transformándolos en favores que se otorgan y que, por lo tanto, se puede quitar.
¿Se podría eliminar la corrupción? La arbitrariedad con la que se ha comportado el actual Gobierno implica la gravísima posibilidad de que el país regrese a sus momentos más fatídicos.
Basta ver Rusia para darse cuenta de esto: Misha Friedman, del NYT, dice que “la corrupción está tan extendida que toda la sociedad acepta lo inaceptable como normal, como la única manera de sobrevivir, como ‘simplemente son’ las cosas”. México no es muy diferente.
No existe la menor duda de que la corrupción puede eliminarse, pero eso requeriría pasar por la eliminación de las facultades discrecionales de las que disfrutan quienes están encargados de “gobernar”. Sin eso, la impunidad seguirá reinando.
No hay gangas en este mundo: el progreso requiere una base confiable de certeza en términos de seguridad tanto para las familias como para su patrimonio y eso, paradójicamente, es mucho más trascendente para la población menos favorecida.
Los tratados internacionales ayudan, pero las soluciones deben ser internas. No hay regateos: se necesita un Gobierno que realmente entienda cuál es su función nodal.
*Los rusos.
**Armagedón evitado.
@lrubiof
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