Tribuna Campeche

Diario Independiente

De política… y cosas peores | El político jamás deja de serlo

Catón

“Cien posiciones para hacer el amor”. El francés Pierre le dijo al inglés Mortimer: “Así se llama el libro que estoy escribiendo”. “¿Cien posiciones? —se asombró el británico—. Yo sólo conozco una”. “¿Ah sí? —se interesó el de Francia—. ¿Cuál es?” —”Bueno —describió Mortimer algo turbado—. Es la postura tradicional. La mujer se acuesta de espaldas; el hombre se coloca sobre ella y.”. “¡Ah! —lo interrumpió lleno de entusiasmo Pierre al tiempo que sacaba su libreta—. ¡Ciento una posiciones para hacer el amor!”… Don Langueduco y su esposa subieron a lo alto de la pirámide. Manifestó el señor: “Voy a descubrirme el pecho para recibir la energía del universo”. Le sugirió su mujer: “Mejor descúbrete otra cosa”… Cuando yo era pequeño me sentía muy pequeño. Ahora que soy grande en años y en lecciones de vida me siento más pequeño aún. Por eso aquella casa la recuerdo grande como un palacio real. Estaba construida al estilo llamado “colonial californiano”, que en algo quería imitar a las mansiones de Hollywood: dos pisos; paredes blancas y techo de tejas rojas; balcones ferrados; labradas puertas; cocheras espaciosas. No estaba en la ciudad aquella casa, sino en un rancho cerca de Saltillo, los viñedos Álamo, propiedad de don Nazario S. Ortiz Garza (La S es de Silvestre, pues nació un 31 de diciembre), quien fue gobernador de Coahuila y luego secretario de Agricultura en tiempos de Alemán. Yo no me acercaba, niño, a aquella residencia, pero sí iba a ver cómo disparaban un cañón al cielo para alejar las nubes de granizo. Después miraba cómo caía el granizo. Siempre las nubes han podido más que los cañones. Lejos estaba yo de imaginar —inédita expresión— que alguna vez estaría yo en aquella casa con mi novia eterna, invitados a comer por don Nazario y su señora esposa, ancianos ya. Al término de la comida —éramos los cuatro, nada más— el ilustre anfitrión hizo sonar la taza de café con la cucharilla, se puso en pie y empezó a hablar: “Señor licenciado don Armando Fuentes Aguirre. Distinguida señora De Fuentes. Apreciada señora De Ortiz Garza. En los actuales tiempos que nuestro país vive.”. Y pronunció un discurso lleno tanto de solemnidad como de ideas. Al final, sus tres oyentes lo aplaudimos. Volvió a tomar asiento don Nazario y fijó en mí una mirada que no dejaba ningún lugar a dudas: debía hacer uso de la palabra yo también. Me levanté, por tanto, y seguí el mismo protocolo: “Señor don Nazario S. Ortiz Garza.”, etcétera. Y dije mi discurso, aunque ciertamente no logré poner en él ni las ideas ni la solemnidad que en el suyo puso el prócer coahuilense. Entonces aprendí que el político jamás deja de serlo. Cuando esa víbora pica no hay remedio en la botica. Don Nazario fue un gran gobernador. Llenó a Coahuila de obras buenas. Una sola basta para perpetuar su memoria: el bello edificio del Ateneo Fuente, en Saltillo. No incurrirá en hipérbole quien diga que ese recinto es majestuoso. Al llegar a sus aulas, escolapio adolescente, me sentí pequeño otra vez, y lo mismo cuando fui maestro del glorioso plantel, y luego su director. Por estos días el legado que a las generaciones hizo don Nazario cumple 90 años de edad. Al Ateneo vuelven en sus aniversarios los ateneístas. No digo “exateneístas” porque ex ateneístas no hay. Lo he dicho ya: “Quien una vez fue ateneísta ya es ateneísta para siempre”. Hago hoy a un lado la reseña de los cotidianos dislates del autócrata y rindo homenaje al hombre que por haber construido en 1933 el edificio del Ateneo Fuente sigue ayudando año tras año a construir hombres y mujeres, a construir almas: don Nazario S. Ortiz Garza. FIN.

Manganitas

AFA

“…Se inaugura el Tren Transístmico…”.

Tal cosa cuadra muy bien
con algo poco feliz:
que a este pobre país
se lo está llevando el tren.

Mirador

Armando Fuentes Aguirre

El poeta soñó que había escrito el más bello poema de cuantos en el mundo se han escrito.
El poema trataba de cosas importantes: el pan, el amor, la mujer, Dios.
Cuando salió del sueño el poeta se dio cuenta, desolado, de que no recordaba ya el poema. Ni siquiera de uno de sus versos se acordaba, que quizá le habría ayudado a traer a la memoria los demás. El poema se había ido a la región a donde escapan los poemas que no quieren que nadie los escriba.
Volvía a dormir el poeta en la esperanza de volver a soñar. Y soñaba, sí. Soñaba cielos e infiernos, amigos muertos, paisajes nunca vistos. Pero el poema no lo volvía a soñar.
Así sigue el poeta. Soñando sin poder soñar. Por eso vive sin poder vivir. Morirá un día. Todos los hombres mueren, sean o no poetas. Ignoro si después de la muerte encontrará el poema. Me han dicho que en la muerte se hallan cosas que en la vida no se pueden encontrar.

¡Hasta mañana!…

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