—“Hay amores que matan, pero también hay amores por los que mueres”, pontificó don Julián desde su banca del Parque Principal en la tertulia vespertina, con su cada vez más nutrido grupo de seguidores.
Las caras de asombro se multiplicaron entre sus contertulios. “No se espanten —les aclaró— no voy a hablar de asesinos seriales ni de crímenes espantosos, lo dicho fue sólo un prefacio a la disertación en que, al más fiel estilo socrático, todos debemos participar”.
El senecto exsirviente de la mansión blanca, recurrió como ese célebre filósofo de Grecia a la metodología de la mayéutica para que sus compañeros de charla entendieran que la verdad la tienen ellos muy adentro, pero muchas veces la desconocen o no la saben externar.
—En el dilema de si la Comandanta de los Soldados debe renunciar, cuál es la mejor solución para garantizar la paz y la tranquilidad? —preguntó inquisidor don Julián— ¿la renuncia la debe solicitar la jefa a su empleada, o es ésta, la que por lealtad, amor y respeto, debería retirarse por su cuenta para tratar de rescatar un poco de la dignidad que todos alguna vez creímos que tendría?
Las respuestas se multiplicaron casi a una sola voz. Unos, la mayoría, dijeron que es ella la que debería renunciar, como señal de fidelidad a su jefa. Otros, que eran los menos, opinaron que era la jefa la que debió cesar de manera fulminante a su subalterna por la evidente muestra de incapacidad, ineptitud, negligencia y hasta corrupción que sus empleados le habían demostrado.
—Este es el ejemplo clásico del amor que mata —disertó don Julián— porque si se empecinan en mantenerla en el cargo a pesar de que todo el pueblo la repudia, será un amor mortal el que resultará de entre la mandataria y su subalterna, pues el pueblo defraudado y decepcionado, tarde o temprano les cobrará la factura.
En cambio —agregó el filósofo de la banca del parque central— sería uno de esos amores por los que mueres si la comandanta de pelos de sosquil decide irse por su cuenta para proteger, resguardar y evitar hacerle más daño a su amada, jefa que simplemente no da una.
El debate se intensificó entre unos y otros. Blandieron sus argumentos, recurrieron a sus cada vez mejor elaborados silogismos y trataron de convencer a su prójimo de cuál debería ser la mejor solución a ese conflicto que brincó de ser un hecho público por los cargos que ambas desempeñan, al chismerío que se generalizó en todo el pueblo por los secretos de alcoba que ambas pudieran compartir, y que habría sido la razón más fuerte, sino es que la única, para que la comandanta foránea no recibiera la sanción que por justicia le corresponde.
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