Catón
Si digo el nombre del protagonista de esta historia mis cuatro lectores no me lo creerán: se llamaba Birloche Batané. Ni él mismo conocía el origen de su apelativo, al parecer procedente de cierta aldea pirenaica. No viene al caso meterse en digresiones toponímicas o genealógicas; lo que importa es relatar lo que le sucedió a Birloche el día que contrajo matrimonio. Su novia, linda chica, quiso darle una grata sorpresa en la ocasión nupcial, para cuyo efecto acudió con anticipación a un taller de tatuajes —”estudio”, decía el cartel—, y le pidió al encargado que le tatuara una B en cada pompa, las iniciales de su novio, a fin de mostrarle al galán que le pertenecían. La noche de las bodas el novio entró en el baño. Ella aprovechó la oportunidad para dar la sorpresa a su romeo: se desvistió completamente y se tendió en decúbito prono, es decir bocabajo, en el lecho, dejando a plena vista su redondeada parte posterior con la gran letra B en cada uno de sus hemisferios. Salió el desposado, vio aquellas letras en los glúteos de su flamante mujercita y le preguntó amoscado: “¿Quién es Bob?”… Aquello no fue comida: fue banquete. La mesa era al mismo tiempo elegante y opulenta. Mi amigo y yo, invitados a la casa de aquellos padres de una orden que no diré porque sería desorden, nos miramos uno al otro, asombrados por aquel despliegue que no parecía inusual, sino cosa de cada día, acostumbrada. Un chef vino a informarnos el menú del día, y un mesero nos preguntó: “¿Prefiere el caballero vino tinto o blanco?”. El padre superior dio gracias a Dios por los alimentos que íbamos a consumir. Lo hizo brevemente, de prisa y como por rutina. Debió extenderse más en el agradecimiento, así de numerosas, variadas y suculentas fueron las viandas que se nos ofrecieron. Primero frutos rojos y ensalada; luego consomé y sopa; en seguida carne o pescado, a escoger; después postres variados; café al gusto: expreso, americano o capuchino, y finalmente un digestivo. “Mi 86, ya sabes” —le dijo el superior al camarero, entre las risas obligadas de sus hermanos en religión. Quería decir que le sirviera un licor 43 doble. Varios padres encendieron sendos cigarros. “Después de un buen taco un buen tabaco”, declaró uno entre nuevas risitas. En medio de la cordial conversación de sobremesa que los ahítos comensales entablaron mi amigo se inclinó hacia mí y me musitó al oído: “¡Uta! Si así cumplen el voto de pobreza ¿cómo cumplirán el de castidad?”. Recordé el munífico agasajo de aquella congregación fifí cuando tuve noticia de que el presidente López se agasajará a sí mismo con una concentración multitudinaria —una más— en el Zócalo, a fin de celebrar el quinto aniversario de su sonado triunfo en la elección presidencial. Costosas son las tales reuniones, pues los acarreos originan grandes gastos por la transportación, alimentación, habitación y gratificación de los acarreados. Seguramente el costo del auto-homenaje será multimillonario. Y me pregunto al modo de mi amigo: ¿es ésta la austeridad republicana y franciscana predicada por el caudillo de la 4T? La respuesta está en el viento, en el mal viento que actualmente sopla sobre nuestro país, selvático en palabras y ocurrencias inútiles y caras, desértico en obras de verdadero beneficio para la comunidad… Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, logró que una linda muchacha, Dulciflor, aceptara ir con él al Motel Kamawa. En la habitación 210 se llevó a cabo el consabido trance. En pleno deliquio pasional ella le preguntó: “¿Me amas, Afrodisio?”. Replicó él, impaciente: “¿Qué diablos tiene que ver el amor con lo que estamos haciendo?”. FIN
Sienten vestirse como el presidente
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
La niña del retrato me mira con sus grandes ojos a través del cristal cóncavo del marco.
¿Qué edad tiene la niña? Igual puede tener 12 años que 18. Es frágil como la figurilla de Tanagra que está en la rinconera de la sala. Me dicen que se llamaba Nuncia, pero parece que tal nombre era abreviatura del suyo verdadero: Anunciación.
No conoció el mundo. Se fue de él meses después de que un fotógrafo itinerante le impresionó la placa, según se decía en aquellos años. La niña tiene un abanico entre las manos. No sabía qué hacer con ellas cuando la retrataron, y el fotógrafo le sugirió a la mamá de la modelo que le prestara su abanico.
Ahora ese abanico está sobre la mesa de la sala. Nadie lo toca nunca. De vez en cuando doña Rosa, la cuidadora de la casa, pasa por él las leves plumas de un plumero para quitarle el polvo. Así también le quita el polvo al vidrio cóncavo a través del cual la niña me mira con sus grandes ojos.
La niña. Su mamá. El fotógrafo. El retrato. El abanico. El vidrio cóncavo.
Y el polvo. El polvo. El polvo.
¡Hasta mañana!..
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