Federico Novelo y Urdanivia
“Nunca tan pocos arrebataron tanto a tantos” (Joseph E. Stiglitz, 2015, La Gran Brecha. Qué hacer con las sociedades desiguales, Taurus, México: p. 28.
Entre los más notables estudiosos de la desigualdad, de Walter Scheidel a Thomas Piketty, pasando por Anthony Atkinson, Joseph Stiglitz, Branko Milanovic, Robert Solow, Emmanuel Saez y un larguísimo etcétera, existe el consenso alrededor de la idea consistente en que la desigualdad no es inevitable, ni es consecuencia de leyes inexorables de la economía; que es una cuestión de políticas, una construcción humana que responde a intereses individuales o de pequeños grupos.
En sentido opuesto, la percepción de la propiedad, no sólo como un derecho natural, sino como la variable explicativa del surgimiento del Estado, es una de las más sólidas aportaciones de John Locke: “Mientras no exista propiedad no puede haber gobierno, cuyo verdadero fin consiste en garantizar la riqueza y defender al rico frente al pobre; el gobierno no tiene otra finalidad sino la defensa de la propiedad” (John Locke, citado en Adam Smith, 1776 [1985], La riqueza de las naciones, FCE, México, p. 633 —nota al pie—).
El extraordinario recorrido que realiza Walter Scheidel, desde la edad de piedra al siglo XXI, resalta —al establecer comparaciones entre los imperios chino y romano (parte importante del 1% original, según este autor)— el significativo papel que la cercanía con el poder tenía en la creación o engrandecimiento de la riqueza de las élites. Antes de la domesticación de plantas y animales, en el Creciente Fértil, hubo un proceso de sedentarismo, en el que partes de nuestra especie se asentaron para beneficiarse de la pesca y de la flora silvestre, al tiempo que originaban la forma más primitiva de propiedad inmobiliaria y, en algunos casos, de personas; desde ese entonces, una relación cercana con el jefe de la tribu ofrecía una considerable rentabilidad material, en forma de excedente de lo pescado, de lo recolectado y de lo apresado.
Ninguna actividad productiva, a partir de esos ayeres, arrojó dividendos tan altos como los generados por la cercanía con el poder; la delegación de facultades recaudatorias, hasta la confiscación misma, permitió amasar extraordinarias fortunas, de la misma forma que lo permitían el otorgamiento de tierras, de esclavos o de ambos.
Ese sólido vínculo entre desigualdad y política, del todo visible en la actualidad, ha acompañado a la historia de nuestra especie desde el abandono de la vida nómada y se ha mostrado a plenitud en la definición de políticas regresivas, poniéndose a tono con las desafortunadas ocurrencias del Premio Nobel de Economía Robert Lucas: “Entre las tendencias perjudiciales para una economía sólida, la más seductora y… venenosa es la de centrarse en la distribución. Del vasto incremento que ha experimentado el bienestar de cientos de millones de personas en los 200 años transcurridos desde la Revolución Industrial, no hay casi nada que pueda atribuirse a la redistribución directa de los recursos de los ricos a los pobres. La posibilidad de mejorar las vidas de los pobres mediante nuevas formas de distribuir la producción actual no es nada en comparación con el potencial aparentemente ilimitado que posee el aumento de la producción” (The Industrial Revolution: Past and present, 2003 Anual Report Essay, Federal Reserve Bank of Minneapolis, 1 de mayo de 2014).
Según esta lógica, propia del darwinismo social del ingeniero Herbert Spencer, lo procedente es agrandar el pastel y no modificar las porciones correspondientes al capital y al trabajo; en esa aseveración, se olvida que la desigualdad es un freno para el crecimiento de la demanda efectiva y, por tanto, de la economía en su conjunto: la parte del ingreso que destina al consumo quien se encuentra en la base de la pirámide, es mucho mayor que la que le da ese uso al encontrarse en la cima. No es un dato menor el relativo al notable papel de la corrupción en la cercanía entre poder político y la élite económica.
Durante la Gran Depresión, el nivelador por excelencia fue el Estado. Así se construyeron los Treinta Años Gloriosos, a los que hace referencia Piketty en El capital en el siglo XXI, y la prosperidad generalizada después de la Segunda Guerra Mundial. Hoy, el panorama es muy distinto y la acción gubernamental está puesta al servicio del 1% que conforma la élite económica e instruye a la política:
“A partir de la década de 1980, una mentalidad de aversión al riesgo ha provocado que los empleados públicos teman hacer cualquier cosa que no sea facilitar el trabajo del sector privado” (Mariana Mazzucato, 2021, Misión económica. Una guía para cambiar el capitalismo, Taurus, Colombia). Por desgracia, esta actitud no fue sólo propia de la reaganomics; desde la percepción de bancos demasiado grandes para quebrar, hasta el paso previo de los principales funcionarios económicos de Clinton, Obama y Biden, por Goldman Sachs, la mejor escuela para aprender a servir a Wall Street, el poder político es un rehén del poder económico. También es su cómplice.
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