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Contrapesos evitan abuso de poder | Gobernancia

Luis Rubio

Un mito circula en México: el del presidencialismo sin contrapesos. Esto no es nada nuevo. Entre el presidencialismo exacerbado de antaño, incluida la parálisis legislativa de las últimas décadas, y el ahora nuevo modelo de Gobierno unipersonal, los mexicanos muestran una propensión a concebir el problema de la gobernabilidad de manera pendular, lo que arroja una perspectiva distorsionada de lo que es o debiera ser el Gobierno.
Los mexicanos quieren que el país funcione, pero no quieren que haya crisis; quieren que el Gobierno actúe, pero no que sea excesivo; quieren lo bueno, pero no lo malo. Esto es natural y lógico pero, como diría Madison, sólo con reglas y contrapesos es posible lograrlo, porque el reino del hombre está siempre sujeto a la proclividad humana y a las fantasías pasajeras.
Se dice que cada uno cuenta la historia según su experiencia personal. Cuando a alguien le gusta el que está en el Gobierno, quiere que continúe e, incluso, que sea reelegido para ese cargo. Cuando alguien aborrece al gobernador, quiere que se vaya lo antes posible.
La cuestión no debería ser de personas, sino de instituciones: autoridad precisa y limitada para el gobernador, reglas y derechos para el ciudadano. Se trata, en el sentido de Karl Popper, de que el ciudadano tenga la certeza de que el presidente no podrá abusar de su autoridad gracias a la existencia de instituciones y contrapesos eficaces. La cuestión clave, al menos desde Platón, es cómo garantizar que esto suceda.
En términos mexicanos, la cuestión es cómo presidir la inconsistencia que albergan los mexicanos con respecto al poder presidencial y al Gobierno en general. El recuerdo del viejo sistema político genera añoranza en algunos y miedo en otros, y el problema es que ambos son ciertos: se pierde la capacidad de ejecución y se teme el abuso. Ese, en una palabra, es el dilema mexicano.
El problema radica en que esta tesitura ha llevado a identificar la gobernancia con el control de las otras ramas del Gobierno, es decir, el viejo presidencialismo dominante.
El anverso de esa moneda es que las circunstancias que hicieron posible ese modelo (y en buena medida necesario) hace casi 100 años no tienen nada que ver con la realidad del mundo actual. Cada componente del poder —la política, la gobernanza o gobernabilidad, la burocracia y el Estado de Derecho—, debe ser visto en esta dimensión.
La política es personal, emotiva y orientada a negociar, convencer y unir. Este es el ejercicio cotidiano del poder, y su principal instrumento es el púlpito y la conversación uno a uno: es allí donde se llegan a acuerdos para que “las cosas pasen”. Se dice que un buen político sabe hasta exprimir agua de las piedras.
En cambio, la gobernanza es aburrida porque no se nota, excepto en los resultados. Es allí donde el derecho entra en juego en forma de autoridad, poder y reglas de funcionamiento gubernamental.
Es en este ámbito donde se determina la autoridad que el Legislativo delega en el Poder Ejecutivo, ambos electos, pero también en la burocracia y los entes reguladores, que no lo son. La gobernanza es el punto en el que el Gobierno interactúa con la ciudadanía.
Si bien un gran político puede lograr muchas cosas en la medida en que un mediocre se queda atascado en el camino, ninguno de los dos puede exceder, en un contexto de contrapesos efectivos, la autoridad que le confiere el Legislativo, consistente con el marco constitucional.
El término burocracia se emplea con frecuencia de manera peyorativa, pero es lo que hace que los gobiernos exitosos funcionen en todos los sectores: un organismo profesional que actúa de manera no partidista y que opera de manera eficiente e institucional, siguiendo las directrices del Gobierno electo.
Por eso, la destrucción orquestada por el actual Gobierno de la capacidad administrativa que existía es tan perniciosa: aunque mediocre, esa capacidad funcionó.
Lo que hace que un país funcione son las reglas del juego: qué es válido y qué no. Eso es lo que está codificado en las leyes, desde la Constitución para abajo y en lo que se conoce como Estado de Derecho. Las leyes deben ser claras, conocidas, precisas, aplicadas estrictamente y difíciles de cambiar.
En México las leyes tienden a ser de carácter aspiracional más que normativo, tendiendo también a la inaplicabilidad, otorgando un margen de discreción tan amplio a quien las aplica que no pueden cumplir con el objetivo de conferir certeza y protección a los derechos de los ciudadanos.
Y peor aún cuando un presidente tiene el poder (control legislativo) de cambiar las leyes a voluntad y luego afirmar que sus acciones se ajustan a la ley.
La gobernabilidad no puede consistir en facultades tan amplias —por ley o por control legislativo— que den rienda suelta a la violación de los derechos ciudadanos, pero también requieren incentivos para que el legislativo coopere y evite los caprichos de la parálisis.
Los contrapesos pueden llegar a resultar desagradables para el presidente, pero es la única manera de garantizar que nadie pueda abusar del poder. En la medida que México siga elevando el grado de complejidad de su economía, sociedad y política —un proceso natural y deseable—, los contrapesos se convertirán en un requisito indispensable para poder funcionar.
La misión de un Gobierno no consiste en poder hacer lo que quiera, sino en llevar a cabo su proyecto dentro de los límites impuestos por la ley. Dos cosas muy distintas.
@lrubiof

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