Luis Rubio
La antinomia, una contradicción entre dos cosas como leyes o principios, describe bien el dilema de México, pero que ha sido sistemáticamente soslayado como si no existiera. En lugar de afrontar el problema de la gobernanza, cada uno de los gobiernos de las últimas tres o cuatro décadas pretendió que fuera manejable sin resolver sus contradicciones esenciales.
El problema ha sido evidente desde hace mucho tiempo, como he intentado exponer en este espacio, pero fue la lectura del nuevo compendio de Fernando Escalante Gonzalbo* lo que me permitió encontrar la pieza faltante del rompecabezas para determinar con precisión qué este problema fue.
El problema fundamental de la sociedad mexicana es la gobernabilidad. En el pasado, dice Escalante, el arreglo político consistía en adaptar “la inmensa heterogeneidad de las necesidades sociales y ofrecer, caso por caso, dinero, regulaciones, cuotas o licencias, concesiones o tolerancia al incumplimiento de la ley. Y para estos últimos un margen razonable de impunidad para administrar los recursos públicos”.
En un párrafo, Escalante sintetiza la esencia del funcionamiento del viejo sistema: corrupción, ilegalidad, impunidad, todo lo cual salvaguardaba la paz y creaba un ambiente en el que se satisfacía cierto grado de progreso. Nada de esto es novedoso, por mucho que el actual Gobierno lo alardee como su gran innovación.
Lo que me aclaró el panorama fue el papel del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en el logro de esa gobernabilidad. Mi punto de partida había sido que la conjunción entre el Gobierno y el PRI (dos de los varios componentes de lo que Escalante denomina Estado) permitía mantener el control y la estabilidad, además de crear condiciones para el progreso económico.
El texto, especialmente el capítulo sobre el PRI, deja en claro que México tuvo un Gobierno débil, dedicado básicamente a funciones propiamente administrativas, pero en el que la actividad expresamente de gobernancia era llevada a cabo por el PRI: la función de “mediación, entre Estado y sociedad, entre capital y trabajo, entre el orden jurídico y el orden informal, entre las expectativas y las posibilidades, para resolver el problema fundamental de la debilidad del Estado y la dispersión del poder”.
El PRI se constituyó para institucionalizar el poder, eliminando la violencia política que culminó con el asesinato del presidente Álvaro Obregón (1928). Su función, en palabras de Escalante, había sido atender la dispersión del poder, pero sobre todo sustituir la misión que, en otras circunstancias, habría correspondido al gobierno.
Escalante sostiene además que un Estado débil “que no corresponde a la ambición de la idea de Estado, que no puede imponer en cualquier lugar su autoridad de manera inmediata e incondicional, de modo que las decisiones siempre deben ser negociadas”. El partido termina siendo “un recurso para contribuir a gestionar, gobernar o hacer gobernable esa situación”.
El punto nodal es que, a lo largo del siglo XX, México había podido contar con un sistema político efectivo porque el PRI sustituyó la ausencia de capacidad de gobernabilidad debido a la debilidad intrínseca del Gobierno, por su falta de institucionalidad.
El PRI se convirtió en un mecanismo a través del cual se intermediaban decisiones, se organizaba la sociedad, se mantenía el control político, y esto se negociaba con los diversos grupos e intereses para que el ensamblaje de estos funcionara, como quiera que sucediera: con corrupción, arreglos especiales, favores, arbitrariedades e impunidad total. Funcionó mientras fue efectivo.
Como todo en la vida, su éxito produjo las semillas de su propia extinción: en la medida en que el país avanzaba, la economía se diversificaba, la clase media se expandía, la población crecía y se dispersaba, esos arreglos ya no eran capaces de abordar los problemas que comenzaron a presentarse, sobre todo desde finales de los años 70.
Las reformas de los años 80 y 90 consistieron en esencia en intentar formalizar todo lo que el PRI había llevado a cabo informalmente: más que acuerdos especiales, leyes generales y en lugar de la politización de las decisiones, reglas claras y transparentes.
La cuestión es que tanto la transición política como la económica implicaron el desmantelamiento de los mecanismos que hasta ese momento habían constituido la esencia de la gobernabilidad del país. Y nada les sustituyó.
La pretensión era que la democracia electoral crearía un nuevo sistema de Gobierno y que una economía vigorosa resolvería los problemas de pobreza y desigualdad regional.
En una palabra, se desmantelaron los mecanismos del viejo orden pero no se construyó el andamiaje de una nueva fuente de gobernanza (ni, claramente, se resolvieron los problemas económicos ni los de violencia y criminalidad, evidencia adicional de la ausencia de Gobierno).
Tres décadas después llegó al poder un Gobierno que se dedicó a volver a los amplios “márgenes de maniobra discrecional con total impunidad para la clase política, opacidad en el gasto público, posibilidades de manipulación electoral y nuevos espacios de intermediación”. Ni el viejo sistema ni el “nuevo” son la solución al problema más profundo: el Gobierno mexicano no funciona.
Para colmo, las características singulares del hoy Presidente pueden haber permitido sortear el colapso integral del Gobierno, pero nada garantiza que el individuo que vendrá después posea las capacidades y habilidades para sostenerlo.
*México: el peso del pasado. (México: El Peso del Pasado). Cal y Arena.
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@lrubiof
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