Tribuna Campeche

Diario Independiente

De política… y cosas peores | Otro capricho del autócrata

Catón

Yo nunca tuve un tren Lionel como el que tenían algunos de mis amiguitos ricos. No se los envidiaba, sin embargo. Jamás he conocido esa “tristeza por el bien ajeno” que es la envidia, según la perfecta definición que de ese pecado capital dio el buen Padre Ripalda. En primer lugar podía ver el trenecito que en los días de Navidad daba vueltas y vueltas en el escaparate de la Ferretería Sieber, de Saltillo. Luego, yo era dueño de algo que mis compañeros de colegio ni siquiera conocían, y que mi padre me compró con sacrificios, modesto empleado de oficina como era: los 20 tomos de “El tesoro de la juventud”, en los cuales, pensaba yo, estaban todos los conocimientos del universo, y algunos más. Había también en mi casa una edición del Quijote ilustrado por Doré, cuya incipiente lectura en aquel tiempo me hacía reír, en tanto que ahora me hace llorar. Al paso de los años conocí otro tren, “El Regiomontano”, de los Ferrocarriles Nacionales de México, el cual conectaba a Monterrey y la Ciudad de México, con una breve escala en mi ciudad para recoger un vagón -uno solo- destinado a los pasajeros de Saltillo. Se entenderá que los boletos ahí eran sumamente codiciados. Quien los expendía era un honrado señor incapaz de toda corrupción, motivo por el cual era imposible sobornarlo para que te vendiera uno de los escasos pasajes que administraba con cuidadoso celo. Lo que sí se podía era apostar con él. “Le apuesto 50 pesos, don Fulano, a que ya no hay boletos para hoy en El Regiomontano”. “Perdió”, te decía al tiempo que sacaba uno y se embolsaba el billete que inaprensivamente habías apostado. Si no hacías la tal apuesta no había boletos sino hasta dentro de una semana o dos. Siempre iba lleno el tren, y aun así la empresa acabó clausurándolo por incosteable. Las líneas de autobuses empezaron a ofrecer servicios que atrajeron a los viajeros, y los tradicionales trenes, antes tan pintorescos y gozables, pero lentos y sujetos a demoras y otras contingencias, acabaron por ser cosa de pasado. Ahora López Obrador pretende obligar a las empresas ferroviarias a resucitar algo que nadie está pidiendo, y que si vuelve a operar será seguramente con pérdidas cuantiosas. Es un capricho más del autócrata cuya conducta va siendo cada día más dictatorial. Esa absurda orden presidencial es un flagrante atentado contra la libre empresa, una imposición a los particulares hecha sin ningún fundamento jurídico. Es el mercado, o sea la gente, lo que norma la actividad de los empresarios, no el Estado, y menos todavía un individuo, por poderoso que sea, sobre todo si carece de buen sentido y de conocimiento de la realidad. Espero que las empresas ferroviarias resistan con todos los medios legales a su alcance este ucase del zar López. Bien sabe él que su Tren Maya perderá. No quiera hacer que otros también pierdan… En el campus de aquella universidad los dormitorios de las alumnas y los de los alumnos estaban separados. El encargado reunió a los estudiantes varones y les advirtió: “El que sea sorprendido en el dormitorio de las chicas deberá pagar una multa de 500 pesos la primera vez, y mil pesos la segunda”. Salió una voz de entre los jóvenes: “¿Cuánto por toda la temporada?”… Un astroso vagabundo encontró tirada una cartera con una buena suma de dinero. Se la embolsó, naturalmente, y para evitar reclamaciones encaminó con rapidez sus pasos al tugurio que le servía de morada. Al hacerlo pasó frente a la casa de mala nota -y de mala muerte- que funcionaba en aquel arrabal. Ahí sintió de pronto una insólita agitación en la entrepierna. Dirigiéndose a aquella parta le preguntó: “¿Y ‘ora tú? ¿Cómo sabes que traigo dinero?”. FIN.

Manganitas

AFA

“. Al príncipe de Dinamarca se le atribuye un romance con una mexicana.”.
Si es mexicana confío
en que al príncipe danés
en menos de un dos por tres
se le quitará lo frío.

Mirador

Armando Fuentes Aguirre

-Ya nadie cree en mí.
-En eso nos parecemos. También cada día que pasa menos gente cree en mí. Somos, como suele decirse, compañeros del mismo dolor.
-¿A qué atribuyes que la creencia en nosotros vaya desapareciendo?
-Realmente no lo sé. Lo que sí sé es que los hombres han dejado de tenernos miedo.
-Es cierto. Y como ya no nos temen, cada día se portan más mal.
-Tienes razón. ¿Qué podemos hacer?
-Nada, me temo. Sólo resignarnos.
-Resignémonos, pues. Dentro de un siglo o dos seremos quizá cosa del pasado.
Se tomaron del brazo y fueron los dos camino abajo.
No supe quiénes eran, pero me pareció que a ambos los había visto antes; a uno pintado en el techo de la Capilla Sixtina y al otro como una de las figuras de la lotería de cartones.

¡Hasta mañana!…

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