La metamorfosis kafkiana que el usufructo del poder ejerció en la persona de la nefasta y corrupta Layda Elena Sansores San Román, ha ido en perjuicio de aquellos a quienes durante más de dos décadas juró servir, porque eran su prioridad, para convertirse en un ridículo ejemplar más del prototipo del político mexicano: zalamera, servil, arrastrada y lambiscona con quien detenta el poder, pero déspota, grosera, tirana, cacique, prepotente y autoritaria con el ciudadano común y corriente.
Lo ocurrido el pasado sábado 14 de septiembre en la zona arqueológica de Calakmul, donde Andrés Manuel López Obrador encabezó su última acción como Presidente de la República en tierras campechanas, vuelve a dibujar la personalidad rastrera de Sansores San Román, que nos aseguran quienes la conocen desde niña, heredó de su padre, quien también cimentó su carrera política en la adulación hacia quienes eran sus superiores o jefes.
El modo como la historia registrará la trayectoria de la hipócrita Layda Elena, seguramente enfrentará un severo dilema, al no decidir si la recordará como aquella luchadora social que se enfrentó cara a cara con presidentes municipales, gobernadores e incluso presidentes de la República, como Enrique Peña Nieto, a quien reclamó la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, o como la sumisa sirvienta y arrastrada gobernadora que lamía los pies del presidente Andrés Manuel López Obrador, cada vez que tenía oportunidad.
No sólo eso. La base de la lucha social de la veleidosa Sansores San Román, aparentemente fue la defensa de los derechos de los ciudadanos, de las mujeres, de los indígenas, de los sectores vulnerables, e incluso de los policías, a quienes durante un discurso en sus épocas de campaña, emplazó a denunciar las injusticias y no callar ante los abusos que enfrentaban.
Otra fue su actitud, sin embargo, cuando esos mismos policías a quienes varias veces llamó a no quedarse callados, un buen día le tomaron la palabra y se sublevaron para denunciar los abusos y las arbitrariedades de su nefasta jefa, la guanajuatense Marcela Muñoz Martínez. Los giros de la vida han llevado a Layda Elena a morderse la lengua.
Y qué curioso que durante estos seis años del obradorato, la senil mandataria campechana tampoco le reclamó al Presidente no haber dado la “verdad histórica” de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, ni sus destrozos causados a la administración pública, menos aún la gravísima inseguridad que ha llevado a los cementerios o crematorios a casi 200 mil mexicanos.
Es más, pretextando padecer los inicios del Alzheimer, Sansores San Román ni siquiera abordó el tema de Ayotzinapa ante el Peje tabasqueño, pese a que uno de sus compromisos fue resolverlo, sin importar quiénes estuvieran detrás de esa horrorosa tragedia.
Sirva este preámbulo para ubicar el contexto en donde la farsante Sansores San Román, pronunció lo que fue quizá su discurso más rastrero ante el presidente López Obrador. La excusa de tal actitud fue la despedida al Mandatario, su última visita a tierras campechanas portando la investidura presidencial, y la última oportunidad también de hablarle frente a frente.
Y fue, como todos anticipaban, un discurso plagado de vergonzantes lisonjas que nos trajeron a la memoria esa cultura del rastrero político tradicional mexicano, que cultiva la personalidad de quien ocupara la Presidencia de la República, a quien en este caso, ella calificó, en un nuevo barbarismo de su acostumbrado lenguaje, como “el más mejor” de los que ha ocupado ese encargo.
¿Qué le dirá ahora a Claudia Sheinbaum Pardo cuando tenga que despedirse de ella, si ese título máximo ya se lo endilgó al tabasqueño? Tremendo dique discursivo que se colocó ella misma.
Epítetos como “papucho”, “el más guapo”, “el más mejor Presidente de México”, “el predilecto de la milpa”, y otros tantos calificativos que nos hicieron entender que para Layda Sansores, López Obrador no se va a retirar a descansar y a escribir sus memorias al rancho “La Chingada”, sino que se irá directamente a un sitial en el Olimpo griego, para ser considerado, a partir de ese discurso, como una más de las deidades a las que habrá que rendirle culto.
La realidad es que la corrupta gobernadora de Campeche sólo adoptó esa actitud para la protección de sus intereses. A un Presidente de la República no se le toca en México ni con el pétalo de un reclamo, porque entonces se rompe la cadena de encubrimientos e impunidades que ambos se prodigan.
La corrupta Layda Elena sabe que si se hubiera atrevido a recordarle a López Obrador cada uno de sus compromisos incumplidos con Campeche, como la no llegada de las instalaciones de Pemex al Carmen, ni haber revertido la injusticia fiscal que por años ha padecido nuestro Estado, entonces desde la propia Presidencia se hubieran ordenado auditorías y fiscalizaciones exhaustivas a la Administración campechana, que hubieran derivado en la extradición de la mandataria chilanga y todos sus foráneos.
Pero como el hubiera no existe y lo que sí abunda en este caso, son los discursos baratos, ramplones, zalameros y arrastrados, que a nadie convencen y a nadie engañan.
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