Luis Rubio
El brebaje es complicado en sí mismo: un electorado insatisfecho, una cultura poco propensa a llegar a compromisos y considerar los derechos de los demás, y una tradición dedicada a dividir en lugar de sumar.
Los últimos años han mostrado lo mejor y lo peor de la cultura democrática primitiva de México, y nuestra escasa disposición para aventurarnos en la búsqueda de soluciones.
Si bien las encuestas muestran una elevada popularidad de los presidentes en el cargo (todos excepto uno desde la década de los 90, fueron tan populares o más que el actual), la mayoría de los votos desde 1997 se han emitido en contra del partido político de turno, especialmente gobernadores y presidentes. Un electorado insatisfecho.
El partido Morena y la alianza que ha construido la oposición comparten más rasgos de los que sus miembros están dispuestos a admitir. Eso no es extraño, ya que responden a factores de cultura y tradición que son iguales en todos los ámbitos.
Morena, como movimiento, incorporó ciudadanos de una extraordinaria diversidad de origen y rasgos esenciales; la alianza de la oposición encarna contradicciones históricas debidas a antagonismos que se remontan a los años 30 del siglo pasado.
Forjar acuerdos y construir mecanismos duraderos, pero sobre todo eficientes para el logro de sus objetivos (presuntamente de poder), no ha sido sencillo.
Morena lo había logrado porque es capaz de contar con un excepcional factor de unidad en la figura del Presidente, pero, como ilustra la actual contienda interna, los factores que dividen son siempre más poderosos que los que unen.
En el Estado de Coahuila, Morena fue incapaz de evitar la división, y los golpes bajos entre los aspirantes a la candidatura presidencial son más destacados que sus atributos.
El caso de la alianza es igualmente revelador: si bien la oposición en general ganó más votos en 2021 que Morena, su éxito se debió en mucho más a la decepción y enojo de una amplia franja de la población urbana que a la capacidad (y voluntad) de los partidos políticos para unir sus estructuras y asegurar que su capacidad de movilización fuera maximizada.
El caso del Estado de México es un ejemplo proverbial: allí el candidato fue postulado por uno de los partidos políticos de la alianza y los demás miembros de la supuesta alianza abandonaron esencialmente el barco.
La diferencia entre las dos coaliciones (porque así es Morena) no es tan grande como parece. La oposición ha ido perdiendo terreno a nivel gubernativo por el empuje de Morena con su liderazgo y su capacidad de extorsión, pero ahora que Morena es la titular (en la Presidencia y en 23 gobernaciones), sin duda comenzará a vivir el mismo fenómeno: un electorado insatisfecho.
Este proceso se profundizará en la medida en que el factor de unidad en Morena, el Presidente, quede relegado a un segundo plano.
El punto es que la cultura política no es naturalmente compatible con la democracia. El país ha desmantelado durante varias décadas las estructuras que hacían funcionar el sistema de partido único, pero no ha avanzado mucho en la construcción de una nueva forma de gobernar ni en el desarrollo de una ciudadanía capaz de defender sus derechos y hacer valer sus preferencias.
Si bien los mexicanos han experimentado un severo retroceso democrático durante estos últimos años, la permanencia de la actual camarilla en el poder será breve, dado que no se construyeron estructuras y andamios susceptibles de darle continuidad. La concentración del poder en un solo individuo no constituye una alternativa duradera.
Todo esto sugiere que el país se encuentra en el umbral de una nueva era política, más parecida a la vivida durante la primera época de la transición política (los años 2000) que a la más reciente.
Pero con una enorme diferencia: la frustración acumulada de décadas de promesas incumplidas, salvadores que se mostraron incapaces de salvar nada y tensiones provocadas por un estilo de gobierno eficaz para generar lealtades, pero no para avanzar en el desarrollo del país. Un brebaje complicado que requerirá habilidades políticas sobresalientes para comenzar de nuevo… una vez más.
Pero entre hoy y el momento en que se deba afrontar ese inmenso desafío, se producirá el proceso de sucesión, que da muestras de ser no sólo competitivo, sino también potencialmente muy conflictivo.
Los factores de división serán prominentes y la propensión al conflicto aún más. Se manifestarán todas las carencias de la primitiva cultura democrática del país: la dificultad para aceptar una derrota, la incapacidad de unir fuerzas con quien gane (tanto en la competencia interna como en la elección constitucional), y la indisposición para reconocer los méritos de los demás.
A esto se suma la mentalidad de la camarilla en torno al presidente que cree que se está gestando un golpe de Estado.
El desafío para quien resulte candidato de Morena consistirá en unir las bases de apoyo divergentes que sustentaron a cada uno de los contendientes. Bastante fácil de decir, pero sin el factor de unidad, el Presidente, esto será notablemente difícil.
El desafío para el candidato surgido de la oposición residirá en persuadir a los partidos que sostienen su candidatura para que presenten sus estructuras, así como en abandonar la compleja tradición de competencia y antagonismo entre ellos, que la historia explica pero que, para ganar, necesariamente tendría que ser abandonada de una vez por todas. Ninguno de los candidatos lo tendrá fácil.
El gran avance democrático de México radica en que nadie tiene un triunfo seguro: su gran déficit radica en que persisten muchas fuerzas e intereses que se dedican a erradicar la democracia como forma de gobierno.
@lrubiof
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